Poco tiempo atrás me descubrí convertido en esa clase de persona que se queja del estado calamitoso de las veredas. La clase de persona que es capaz de usar la expresión “estado calamitoso de las veredas” en voz alta y con total impunidad. Hay que recorrer un largo trecho para convertirse en eso. No es una tarea sencilla. Implica esfuerzo y dedicación. Incluso talento.
Merendábamos en Espresso. La cafetería está en el cruce de la calle Esteban Arze y el pasaje de la Catedral, al frente de la plaza 14 de Septiembre, en la ciudad de Cochabamba, centro geográfico de Bolivia. Algunos señalan que Espresso es una tradicional cafetería cochabambina y otros aseguran que parece una franquicia de Starbucks con distinto nombre. Un debate interesante. Si se observan las diez variedades de frappuccino de la carta de Espresso no es difícil apoyar la segunda mirada. Quizás pueda alcanzarse un consenso al considerarla una cafetería tradicional del siglo veintiuno. Cualquier cosa que eso signifique. Montones de frappuccinos, por ejemplo.
Estaba acompañado por algunos nativos de la aplicada burguesía universitaria local. Uno me preguntó cómo había encontrado la ciudad. Mientras clavaba la cuchara en una tarta de maracuyá, y sin meditarlo mucho, mencioné el estado calamitoso de las veredas. Así, con esas palabras. Seguro que abrí los ojos y puse cara de consternado. Como si se me hubiera caído un jarrón al piso.
El interrogante acerca de cómo encuentra uno la ciudad implica una presencia intermitente que le permite establecer diferencias temporales, estancarlas, jerarquizarlas y trazar un juicio de valor. No se trata de qué le parece la ciudad. O qué impresión tiene de la ciudad. Ni siquiera si le gustó o si no le gustó. La pregunta es cómo la encontró. Como si mirara esas fotografías publicitarias de “antes y después” y debiera extraer alguna conclusión al respecto: la ciudad está más delgada, la ciudad tiene más cabello, la ciudad tiene un abdomen mejor tonificado, la ciudad muestra una sonrisa más saludable.
No lo había pensado demasiado. O nada. Sólo me había dedicado a mis asuntos. Que consistían, mayoritariamente, en holgazanear y vagabundear justificado por algún marco teórico poco confiable. Supongo que si debía elegir un concepto globalizador y arbitrario, restringido por mis trayectos limitados en el espacio urbano y social, podría haber dicho que la había encontrado apagada. Una ciudad que se había dejado estar y que se mantenía a flote haciendo la plancha. Sin patalear ni dar brazadas. No se hundía y tampoco avanzaba. Estaba ahí, quieta, bajo el sol de la tarde.
Pero dije otra cosa. En los días previos, andando por la calle, me había tropezado varias veces. Lo tenía presente porque no ando tropezándome todo el tiempo por la calle. Aunque no había llegado a darme los dientes contra el suelo, sí me había trastabillado más de una vez en las aceras rotas de las zonas céntricas o aledañas al centro. Tropezarse sin caerse es un arte menor, pero arte al fin. Quizás pueda relacionarse con los espectáculos circenses. Al menos si se tienen en cuenta las reacciones festivas de los casuales espectadores. Por eso respondí que me había llamado la atención el estado calamitoso de las veredas. Esto derivó en la explicación que para los nativos es tan tradicional como los frappuccinos imitación Starbucks: la culpa es de las raíces de los árboles.
Pasaron el siguiente rato enumerando todos los problemas que las raíces de los árboles le causan a la civilización cochabambina. También enumeraron todos los problemas que la civilización cochabambina les causa a los árboles. Lo malo de que haya tantos árboles y lo malo de que no haya nada de árboles. Ambas afirmaciones funcionaban juntas a la perfección. No se contradecían. No rompían la armonía. Al final, como no podía ser de otra manera, concordaron en que las veredas rotas por raíces de árboles indicaban que la naturaleza volvía para recuperar lo que le correspondía. Es lo que hay que decir. Yo no hice comentario alguno y seguí concentrado en la torta de maracuyá. Sólo sumé alguna esporádica afirmación silenciosa con mi cara de hacer afirmaciones esporádicas silenciosas. Preferí abstenerme de comentar que no recordaba ninguna raíz de árbol, y tampoco ningún árbol, en las veredas rotas en las cuales me había tropezado. Ni siquiera recordaba una planta o un yuyo. Y quizás las veredas no estaban tan rotas. Quizás sólo me tropecé por tarado y culpé al estado calamitoso de las veredas. Conozco Bolivia razonablemente bien y eso supone saber cómo se reparten las culpas en cada ciudad.
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Los árboles suelen ser un tema de conversación recurrente en Cochabamba. En estos días se discute la construcción del corredor vehicular Quintanilla. Para completar el segundo tramo hay que remover unos cuarenta árboles de la vera del río Rocha. Algunas personas se oponen y protestan. Otras personas ya tienen las topadoras en marcha. En la avenida Heroínas comenzó la plantación de cuatrocientos ejemplares como parte del Proyecto de Arborización Urbana del Corredor Verde. Algunas personas dicen que solo hicieron boquetes en las veredas y que no plantaron ni una ramita. Otras personas dicen que hay que esperar.
Cochabamba se encuentra en un valle fértil a dos mil quinientos metros de altura. Los árboles son un componente destacado del paisaje de la ciudad y también parte de sus problemas. Es una ciudad de árboles, no tantos como debería, lo cual es un problema, y los que hay a veces requieren más espacio y más cuidados de los que reciben, lo cual es otro problema. El paisaje de una ciudad no siempre concuerda con aquello que se supone que es el paisaje de la ciudad. La ciudad que nunca duerme, de hecho, duerme como un tronco. La ciudad de la luz tiene demasiados arrabales a oscuras. La ciudad del motor parece un desguazadero. Y la ciudad de la eterna primavera hace rato que está atascada en el invierno.
Existen muchas opiniones y otras tantas afirmaciones y todas coexisten tan armónicamente como en la mesa de Espresso. Algunos vecinos remueven los árboles porque las raíces les rompen las veredas o las paredes o las cañerías de las casas, o porque les levantan los pisos y las puertas se atascan, o porque las ramas se enredan en los cables de luz, o porque temen que en la próxima tormenta acaben sobre sus coches. El municipio dice que hay noventa especies en peligro de extinción y que si se pretende recuperar la cobertura vegetal de la ciudad habrá que plantar dos millones de ejemplares. Destacan que en estos cuatro años plantaron treinta y cinco mil, sin sumar los cuatrocientos que pondrán en Heroínas ni restar los cuarenta que sacarán del río Rocha. Del territorio urbanizado de Cochabamba, que ocupa unas catorce mil hectáreas, sólo menos del tres por ciento tiene vegetación. Hay casi novecientas hectáreas verdes, pero sólo cien arboladas; las otras ochocientas son campos deportivos o de recreación.
A Cochabamba la llaman ciudad jardín. Es difícil pensarla así cuando menos del tres por ciento de su territorio tiene cobertura vegetal (el 2,58%, según el Plan Maestro de Forestación y Reforestación del Municipio de Cochabamba de 2018). Excepto que se trate de una ciudad jardín seco. O excepto que sólo se tengan en cuenta los barrios acomodados de la zona norte de la ciudad cuyo eje de atracción es el paseo del Prado. Ahí sí que tienen árboles. Y también raíces de árboles.
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Hay calles de la zona norte donde los molles alcanzan los quince metros de altura y en una sola cuadra se ven veinte o más, con sus copas siempre verdes, con flores amarillas y lilas, con frutos que cuelgan como pepitas rosadas, con ese aroma tan propio de los molles y, por extensión, de Cochabamba. Y están los gomeros, a veces tan enormes que uno se detiene y se los queda mirando un rato (otros los miran sin detenerse, se tropiezan como idiotas y culpan al estado calamitoso de las veredas), y están los jacarandás, y los fresnos, cipreses y araucarias, y los hibiscos y otros arbolitos ornamentales de flores coloridas, y hay paraísos, palmeras y lapachos rosados, o tajibos, y también pinos, pezuñas de buey, tipas y pajarillas, y cada tanto se ve todavía una kewiña de tronco retorcido y ramas caídas, y también algún chilijchi, que es como llaman al ceibo en Cochabamba, y decirle chilijchi y no ceibo significa que uno puede quejarse del estado calamitoso de las veredas con algo de autoridad, y que también puede quejarse con la misma autoridad si le sirven el uchuku aiquileño sin la correspondiente fritura rebosada de flor de chilijchi (el uchuku forma parte de la cocina tradicional aiquileña, por la localidad cochabambina de Aiquile, aunque en otra localidad cochabambina, Totora, también reclaman al uchuku como platillo propio, así que decir uchuku aiquileño y no uchuku totoreño puede convertirse en una afrenta diplomática, o en una reivindicación histórica, según el interlocutor y el contexto).
Entonces Cochabamba es una ciudad de árboles, la ciudad jardín, la ciudad de la eterna primavera, siempre que uno se quede en el norte de la ciudad. En el 2,58% vegetalmente cubierto del entramado urbano. En el sur de la ciudad estas descripciones resultan altamente dudosas, aunque hay gente que asegura haber visto un árbol alguna vez, no en su imaginación, no en un proyecto municipal, sino en veredas y avenidas. En el centro geográfico e histórico de la ciudad, más o menos entre Aroma y Heroínas, con la plaza como eje, decirle ciudad jardín a Cochabamba es directamente un embuste. Ninguna raíz de árbol podría romper las veredas angostas del centro y hacer que la gente se tropiece porque la última vez que se vio un árbol por el centro fue cuando en 1542 el español Garci Ruiz de Orellana les compró la tierra a los indios por ciento treinta pesos. Si las veredas presentan un estado calamitoso, y esto también podría ser un embuste para justificar el torpe andar bípedo de algunos paseantes, las raíces son inocentes. Al menos en el centro.
Donde las raíces sí ofrecen un espectáculo de sublevación pública es en el paseo del Prado. El bulevar de la avenida Ballivian se extiende por cuatro cuadras, entre la plazuela Colón y la Plaza de las Banderas. La avenida tiene tres carriles por mano y concentra centros comerciales, supermercados, edificios, hoteles, gimnasios, bares y restaurantes. En el medio de la avenida está el paseo. Tiene veredas amplias, bancos, canteros, algunos monumentos y muchos árboles. Que tienen raíces. Que levantan las baldosas. Que los funcionarios ya no se molestan en reponer. Quedan bonitas. Un detalle natural.
En el Prado, los fines de semana, siempre se ven parejas sacándose las fotos previas a la ceremonia del casamiento. El Prado es una zona de contactos altamente estratificada, un espacio social de relaciones asimétricas en el que cada uno aprende a ocupar su lugar. Algunas parejas tienen vestidos caros y van a acompañadas de madrinas y padrinos con ropa igual de cara. Llevan fotógrafos profesionales, a quienes no les faltan asistentes, ni tampoco el operador del dron. En general suelen sacar las fotos finales, las principales, en la Plaza de las Banderas. Se ríen, miran al dron, se mueven y posan como si estuvieran haciendo afiches promocionales para Sex and the City. Sólo les falta un frappuccino de Espresso. Parecen sentirse muy a gusto en el 2,58% de la ciudad. Como si pertenecieran, como si conocieran el lugar.
Otras parejas de novios llevan vestidos más sencillos y sacos que parecen prestados y no posan como en Sex and the City. No los acompañan fotógrafos con asistentes y ningún dron les sigue los pasos desde el aire. En general no llegan hasta la Plaza de las Banderas, sólo caminan en las veredas del paseo mientras algún pariente toma imágenes con el celular. No parecen tan cómodos. Tan a gusto. Como si lo padecieran más que disfrutarlo. Como si no pertenecieran, como si temieran que alguien les pida que por favor se retiren ya mismo del lugar.
Tropezarse sin caerse es un arte menor. Pero no es lo mismo tropezarse con las raíces de los árboles que rompen las veredas del paseo urbano deseable que tropezarse con las estratificaciones del espacio social. Algunos tropiezos sólo dejan un moretón en las rodillas. Otros tropiezos establecen marcas más permanentes.
[x] Fotos de Marcelo Pisarro.