Lo primero que te dan en los laberintos de los campos de maíz que prosperan durante Halloween es un mapa. O quizás no sea lo primero. Antes te dan las buenas noches y el ticket de entrada. También te preguntan si trajiste linterna. Y te dan un palo largo con una bandera: en caso de que te pierdas, o de que te canses, o de que te aburras, o de que quieras salir porque te asusta la oscuridad, o el sonido del viento nocturno que mueve los plantíos, o los espíritus diabólicos, o los mosquitos, o los cuervos, o los espantapájaros, o el monstruo de Jeepers Creepers, o lo que sea, basta con que te pongas a sacudir la bandera a los gritos y algún expeditivo granjero con sombrero de paja acudirá a socorrerte.
Mapa, linterna y palo con bandera. El secreto del éxito.
El mapa viene con el laberinto. Y el laberinto viene con Halloween. Para salir del laberinto hay que seguir el mapa. Lo cual sugiere que no es un laberinto. Si fuese un laberinto no necesitarías mapa. Bastaría con seguir caminando hasta alcanzar la salida.
La traducción al español es un poco tramposa. La expresión en inglés es “corn maze”. Laberinto de maíz. Pero “maze” no es lo mismo que “labyrinth”. Al menos si se observa la letra chica del contrato. O de la sinonimia. El término “labyrinth” suele emplearse para trazados con un único curso. El diseño tiene un solo camino que te lleva hasta el centro, o hacia la salida, o hacia el lugar específico al que debe llevarte, como una fuente, una tumba, una biblioteca, una iglesia o la casa de un millonario excéntrico. Pero no presenta desafíos de navegación. No es posible perderse en estos laberintos. Por más que gires para un lado y para otro, por más que pienses que estás mareándote y dando vueltas en círculos y que pronto aparecerá Jack Nicholson con su hacha, o Borges con su bastón, o el Minotauro, al que está bien confundirse con un lobizón, siempre estarás en la ruta del único recorrido posible. Un mapa, de haberlo, no cumple la función de orientarte en la dirección correcta. Más bien te muestra por dónde vas, cuánto te falta, qué viene a continuación, y qué lindo es el diseño que desde el llano nunca alcanzarás a apreciar.
“Maze”, en cambio, se refiere a trazados con ramificaciones y múltiples cursos, con elecciones de dirección y trayecto. Ya no se trata de un único camino enroscado que procura una sensación de desorientación espacial. Hay diferentes senderos, cortes abruptos, opción A y opción B, caminos que te alejan del destino o que te hacen volver a donde estabas. Que te ofrecen la posibilidad de perderte. O la posibilidad de perderte —en el caso de los campos de maíz de Halloween— en el contexto de un entretenimiento que propone una ordenada desorientación a la cual superar. Para eso está el mapa. Para desorientarte y para orientarte. Y para entretenerte.
El mapa te indica hacia dónde dirigirte. Que no es la salida. El entretenimiento de los laberintos de maíz no consiste en entrar por un lado y salir por el otro, como si fuese un trencito fantasma, en un trayecto de único curso. En los laberintos de maíz se entra y se sale, pero el objetivo es pasar por ciertos mojones. Encontrarlos. El mapa te indica a dónde hay que dirigirse, qué postas alcanzar, pero también es una evidencia material de que completaste las metas. Por ejemplo, suele haber figuras con relieve y se calcan con crayones sobre el mapa. O puede haber un sello (cuidadosamente unido a una cadena para que nadie se lo robe, como las lapiceras de dependencia pública) cuya figura, estampada en el mapa, demuestra que pasaste por donde debías. También se usan celulares y códigos QR. Pero se pierde la materialidad del mapa.
Halloween es una de las celebraciones estadounidenses más eficaces. Mejor articuladas. Parte de los procesos de construcción del estado-nación. En el sentido de que produce y reproduce la idea misma de nación con la ventaja de que esta cualidad pasa inadvertida. Por eso es eficaz. Porque no da la lata. No se trata de una fecha patria, nadie canta el himno, no hay desfiles de veteranos de guerras que ya nadie recuerda o que nadie conoce o que a nadie le importan.
—Soy veterano de la guerra civil somalí.
—¿Qué es eso?
—La guerra de la que soy veterano.
—Nunca escuché hablar de eso. ¿Fue hace mucho?
—Es ahora. Estamos en guerra desde 2007.
—¿Dónde dice que es?
—Somalia.
—¿Eso es América Central?
—No.
—Oriente Próximo.
—No.
—Oriente Lejano.
—Tampoco.
—Bueno, gracias por su servicio. Tome un cupón de descuentos.
Algo así.
Las naciones no son sólo la suma de algunos óleos de batallas, unos cuantos próceres, algunos edificios públicos, un par de textos fundacionales, como la Constitución o la Declaración de Independencia. La argamasa que mantiene unidas a las partes es una idea acerca de cómo esa nación debería ser en el mejor de los mundos. Generalmente coincide con algún momento del pasado, lo suficientemente lejano como para pensarlo con nostalgia, no tanto como para considerarlo ajeno. Una nación es una comunidad imaginada. Ya todo el mundo leyó a Benedict Anderson.
Los laberintos de maíz —tan pintorescos, tan folclóricos que dan calambre— encajan a la perfección con estas imaginaciones de la nación rural, simple, terrosa. Suelen tener fogones para rostizar malvaviscos, y hamacas oxidadas, y paseos nocturnos donde es posible sentarse en el fardo de paja de un carro tirado por un tractor para presenciar cómo un burro se come un choclo, y canchas de cornhole, ese juego parecido a las bochas pero con una tabla de madera (con agujeros) y bolsas de maíz (o de arena), y está esa experiencia extraña, densamente sensorial, un poco al filo de lo real para el público general, que es caminar en las noches, bajo las estrellas, en campos de maíz. Es difícil no enamorarte de un lugar así. O de un tiempo así. Que es el tiempo del otoño y de Halloween, pero también es el tiempo mítico de la nación.
Tal como ocurre con todo lo vinculado a la nación, los laberintos de maíz no son tan viejos como se cree. Los primeros datan de mediados de la década de 1990, aunque conceden la existencia de experimentos aislados en la década de 1980. En la década de 2010 ya estaban establecidos como alternativa estacional en el campo del agro-entretenimiento. Un neologismo vinculado al turismo rural.
A primera vista se dirá que estos granjeros con sombreros de paja no discuten las diferencias etimológicas entre maze y labyrinth antes de segar senderos en sus campos. Pero esa primera vista es justamente lo que atrae a los visitantes de las zonas urbanas y suburbanas. El sombrero de paja es esencial para esta primera vista. Como el burro que come choclos. Y como el código QR. Y como el mapa tan bellamente diseñado como el laberinto. Muchos de estos granjeros lo aprendieron mientras hacían sus estudios de doctorado en la escuela de negocios de la universidad.
[x] Fotos de Columbia, SC, de Marcelo Pisarro.