En 1961 se publicó The Death and Life of Great American Cities, libro traducido al español como Muerte y vida de las grandes ciudades. La autora era periodista, ensayista y activista; se llamaba Jane Jacobs. La primera oración de la primera página sugiere que no se andaba con rodeos: “Este libro es un ataque contra el actual urbanismo y la reconstrucción urbana”. Jacobs vivía en el Greenwich Village de Manhattan y ese mismo año, en 1961, se opuso a que Robert Moses, el “maestro constructor” que esculpió el perfil moderno de Nueva York entre 1930 y 1970, concretara su proyecto de demoler parte de su vecindario para erigir otra autopista. De ese libro y de esa intervención pública se dijo, todavía se sigue diciendo, que cambiaron el curso del urbanismo del siglo XX.
La ciudad es una FIERA, escribió el arquitecto Le Corbusier en la década de 1920, y anotó “fiera” en mayúsculas para que se entendiera la envergadura de la bestia contra la que debía batallar. Usaba esa palabra, “batalla”. El urbanista era un estratega militar, un déspota y un libertador, la vanguardia y el establishment, un cirujano y un matarife, todo a la vez. Destruía para crear, creaba a partir de la destrucción. El pasado podía ser asesinado y descuartizado; el futuro no necesitaba de su cadáver. Recluido en lo más alto de una gran torre de acero y hormigón, aplicaba principios urbanísticos universales para someter al enemigo: “Procediendo como el técnico en su laboratorio ―anotó Le Corbusier, el héroe modernista, en La ciudad del futuro―, dejo de lado los casos específicos; aparto todos los accidentes; me preparo un terreno ideal”.
Pero los casos específicos dejados de lado, los accidentes apartados, también tienen voces. Construyen un relato a veces conmovedor y otras veces trágico, conjugan narraciones de pérdidas y desarraigo. Jane Jacobs tomó la voz pública para expresar que las personas como ella también contaban; que sus historias particulares y colectivas no podían borrarse de un plumazo sólo porque un maestro constructor, ensimismado en su torre oscura, había trazado una línea sobre un mapa para darle batalla a LA FIERA. El artificio que permite leer una vida a través de un incidente único, que es un dispositivo menos biográfico que óptico, como escribió Douglas Cooper en su novela Delirio, devino en instrumento de revelación: Jacobs estaba diciendo que las ciudades podían pensarse de otra manera.
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El urbanismo moderno estaba lleno de buenas intenciones: un camino directo al infierno. Fue una corriente de pensamiento positivista que buscó leyes universales y principios generales de planificación racional del espacio territorial y social. Vanguardista e insurrecta a principios del siglo XX, en la posguerra ya era la regla aceptada de organización urbana: diseños de escala monumental y alcance metropolitano global.
Muchos teóricos, décadas después, la reconocieron como una revolución necesaria y efectiva, aunque se prolongó demasiado. En su afán por convertir la infraestructura urbana en un símbolo de progreso, armonía, orden y democracia, los proyectistas modernos ―o modernistas, si se prefiere que la categoría de periodización histórica ceda ante la categoría de periodización estética y cultural― se olvidaron de las personas reales. Robert Moses en Nueva York, siempre comparado con el Barón Haussmann en el París del Segundo Imperio, tiró abajo barrios enteros para construir puentes, autopistas y estacionamientos. Privilegió el tráfico, los automóviles, las vías rápidas en una totalidad funcionalmente segmentada. Para abrirse paso en una metrópoli sobreedificada ―decía Moses― hay que usar un hacha de carnicero: “Si el fin no justifica los medios, ¿qué lo hace?”.
Ocurren demasiadas cosas al mismo tiempo. La narración debería tener la forma de un collage, a la manera de Mémoires, el libro de 1959 de Asger Jorn y Guy Debord centrado en la psicogeografía urbana de la Internacional Situacionista; o ser una suerte de relato coral con diferentes voces que se superponen, se complementan y se contradicen, como Please Kill Me, la historia oral del punk recogida y transcripta en 1997 por Legs McNeil. Debería estar construido con recortes de periódicos, fragmentos de entradas enciclopédicas, planos cartográficos, fotografías, novelas, citas de ensayos, entrevistas, placas conmemorativas, recuerdos familiares y epitafios.
En esta historia, y en casi todas las versiones de esta historia, Jacobs y Moses son biográficamente inseparables. Van juntos en la narración. En The Battle for Gotham: New York in the Shadow of Robert Moses and Jane Jacobs, la periodista Roberta Brandes Gratz cuenta que nació en Greenwich Village en los años 40, que caminaba a la escuela y jugaba en el Washington Square Park, que su mamá la llamaba a cenar desde la ventana del sexto piso; dice que su vida de barrio neoyorquino era una página del libro de Jacobs. También cuenta que de pronto su edificio fue demolido como parte de un plan de renovación urbana y que debió mudarse a un suburbio de Connecticut; dice que entonces su vida se convirtió en una página del plan maestro de Moses. Un caso específico, un accidente.
El yo testimonial (yo estuve ahí cuando llegó el infierno) siempre colisiona con la asepsia lecorbusiana. En Todo lo sólido se desvanece en el aire, su libro de 1982, el filósofo Marshall Berman recuerda que en el Bronx, en los años 50, los habitantes leían incrédulos en los periódicos que 60.000 personas serían expulsadas de sus hogares para que la autopista de Moses se abriera paso: “Antes de que llegáramos a darnos cuenta, allí estaban las palas mecánicas y las excavadoras, y la gente estaba siendo avisada de que era mejor que se fuera deprisa. Los vecinos miraron aturdidos a los demoledores, miraron las calles que desaparecían, se miraron unos a otros, y se fueron. Moses avanzaba, y no había poder temporal o espiritual que le pudiera cerrar el paso”.
Ésa es la tensión encerrada en el corazón del urbanismo moderno. El terreno ideal del maestro constructor tiene consecuencias biográficas reales: cuando el gran proyecto histórico aplasta la vida que te construiste. De repente hay una topadora frente a tu casa, tu calle, tu trabajo, tu escuela; te dicen que debés marcharte, que por ahí pasará una autopista o que el ayuntamiento necesita otro estacionamiento. Es el progreso, es imparable. “No somos meros espectadores ―piensa Berman, conduciendo en la autopista de Moses―, sino también partícipes activos en el proceso de destrucción que nos rompe el corazón. Dominamos las lágrimas y pisamos el acelerador”.
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Jane Jacobs nació en 1916 y falleció en 2006. Su nombre evoca una historia y un mito, la imposibilidad de mantenerlos por separado. Hay una historia: Muerte y vida de las grandes ciudades, su primer libro, es uno de los ensayos más influyentes del urbanismo del siglo XX, una crítica rabiosa contra “las ideas ortodoxas” de la modernidad. Cuando Charles Jencks hizo escuela al afirmar que la arquitectura moderna había muerto en 1972 con la demolición del complejo habitacional Pruitt-Igoe, aclaró que eso ocurrió “después de diez años de ser azotada por críticos como Jane Jacobs”. El libro se publicó cuando el paradigma moderno comenzaba a desmoronarse a la espera de la próxima novedad: la posmodernidad, si no hay otra manera de llamarla.
Jacobs insistía en que las ciudades deben estar hechas a escala humana. Cuadras cortas, veredas repletas de peatones que se observan unos a otros, manzanas que combinan construcciones residenciales y comerciales. La mezcla (de estilos, edificios, funciones, etc.) no representa el caos, como sostenía el urbanismo moderno, sino “una forma compleja y altamente desarrollada de orden”. Hablaba de lazos de comunidad, de lo que se pierde al demoler un barrio y romper esos vínculos. Pensaba a la ciudad desde las calles, no desde el laboratorio: “No hay ninguna lógica que pueda ser impuesta a la ciudad; la gente la hace, y es a ella, no a los edificios, a la que hay que adaptar nuestros planes”.
Los paradigmas urbanísticos contemporáneos (espacios comunales, disminución de tráfico vehicular, preservación del patrimonio histórico, medios de transporte alternativos, economías locales, reciclaje, quince minutos de distancia, etc.) tienen algo del libro de Jacobs, incluso en lo negativo, pues también ella estaba cargada de buenas intenciones. El infierno que provocó, al menos en Greenwich Village, fue la elitización residencial: la gentrificación expulsó a los antiguos residentes y convirtió al barrio en uno de los más exclusivos —y excluyentes— de Estados Unidos.
Pero además de una historia, que tiene libros y consecuencias, también hay un mito: Jacobs fue la señora de anteojos que, cuando Moses avanzaba con su nueva autopista, fue capaz de cerrarle el paso. El urbanismo era un ámbito de ingenieros, arquitectos, burócratas, políticos y empresarios; hombres, todos ellos, que veían a la ciudad como “un cáncer que goza de buena salud”, en palabras de Le Corbusier. Aunque se interesaba en temas vinculados a las ciudades, Jacobs no tenía educación formal en urbanismo ni arquitectura. La tildaron de ama de casa quejosa y de observadora amateur; la mandaron a lavar platos. “¿Quién es esta loca?”, preguntó el editor de Fortune. Ya nadie recuerda el nombre del editor.
Las fotografías de las marchas y asambleas son maravillosas. Jacobs no estaba sola: Lewis Mumford, Margaret Mead, Eleonora Roosevelt, William H. Whyte y muchos otros la respaldaban. Es difícil disociar esas imágenes de los incipientes movimientos civiles de los años 60. La sonrisa jubilosa de Jacobs, detrás de sus anteojos de señora (ahora un logo, un icono, un símbolo), sugiere todo lo contrario a los relatos de Berman y Gratz: la certeza de que Moses podía ser detenido. Que la ciudad es más que un montón de rascacielos, autopistas y segmentos funcionales. Que las personas no son sólo un dato demográfico; que sus historias importan. No quieren vivir en un gran proyecto urbano monumental, sino en un lugar donde encontrarse y cuidarse, donde sorprenderse, inventar, mirarse y reconocerse. Quieren algo más que dominar las lágrimas y pisar el acelerador en una autopista que atraviesa los escombros de las vidas que fueron obligados a dejar atrás.
(x) Una versión de este texto apareció en La Nación en 2017