Hace una quincena de años, y por cuestiones laborales más o menos burocráticas, estuve brevemente involucrado en el campo de los estudios sociológicos sobre boxeo. De modo, insisto, tangencial y fugaz. Como un turista con una máquina de escribir. Como el mosquito en el arado. Para decirlo con Loïc Wacquant al comienzo de Entre las cuerdas: “Nunca había practicado ese deporte, ni siquiera se me había pasado por la imaginación hacerlo. Aparte de las ideas superficiales y los estereotipos que uno puede formarse a través de los medios de comunicación, el cine o la literatura, nunca había tenido contacto con el mundo pugilístico. Era, pues, un perfecto novato”.
Lo cual, desde cualquier punto de vista, no estaba mal. Se trataba, como digo, de cuestiones más o menos burocráticas. La mayoría se resolvía enviando y recibiendo correo electrónico entre Buenos Aires, donde yo vivía, y Berkeley, donde trabajaba esta gente. No recuerdo mucho de esas comunicaciones, excepto que al final solían incluir algún comentario trivial sobre boxeo (“¿Viste la pelea del viernes?”), la parte del mensaje en la que intentábamos tratarnos como seres humanos y no como meros puntos de pasaje de información. Así que tampoco recuerdo específicamente esos comentarios triviales. Excepto uno. Porque tomó la forma de una pregunta que rompió la cláusula tácita: que los comentarios sobre boxeo cumplían la misma función que la charla de ascensor con alguien con quien uno se ve súbitamente empujado a ocupar un breve tiempo y espacio en común (“¿Sabe cómo salió el partido?”, “¡Qué calor!”, “¿Piensa que lloverá?”). Era la glosa superficial que se incorpora a la interacción importante para que el intercambio de información sobre algún asunto específico no parezca justamente eso, lo que es, un intercambio de información sobre algún asunto específico.
La pregunta embromada fue ésta: ¿quién es el boxeador más popular de Argentina?
Bien, no era tan embromada, y posiblemente el término problemático, “popular”, estaba traspapelado por la traducción. Pero hay que considerar la deformación de la mirada que te dejan las ciencias sociales. Es como meterte en una cloaca y esperar salir limpito. No sucede. Una vez que pasaste por el filtro de las ciencias sociales te quedan un par de alarmas que se activan aunque no quieras. Aunque ni siquiera sepas que están instaladas.
Así que la pregunta era embromada porque todo lo relacionado con lo popular resulta necesariamente embromado. Al menos luego de haberte metido en la cloaca. Es una de las maldiciones más viejas de las ciencias sociales, una maldición que ya era vieja cuando en 1970 adoptó su forma contemporánea en “La belleza del muerto: Nisard”, un breve artículo de Michel de Certeau, Dominique Julia y Jacques Revel: la pregunta acerca de si lo popular existe más allá del gesto que lo suprime, si lo popular sólo se vuelve discurso cuando lo dominado ingresa en las narrativas de los dominantes, cuando lo popular es hablado a través de una voz que lo confina y lo sojuzga.
Cualquier interrogante sobre lo popular (“¿Quién es el boxeador más popular de Argentina?”) implica una pregunta por algún otro, por lo dominado y lo subalterno, por lo desplazado, lo subordinado, por una representación social, cultural y política impuesta, una identidad asignada. También envuelve una ausencia: aquello que aparece apartado de la conversación, aquello que no tiene capacidad de nombrarse a sí mismo y que debe ser hablado por alguien más, aquello que está excluido hasta que se lo incorpora con violencia al discurso público. Lo popular no puede hablarse desde lo popular; hablar sobre lo popular es hablar una lengua que no es popular. Supone usar una lengua docta, mediática, académica, institucional, letrada, artística, etcétera, pero siempre distinta, y desigual, a la lengua adscripta como popular.
La mención de lo popular, en las tradiciones latinoamericanas de las ciencias sociales de los últimos treinta, cuarenta, cincuenta años, activa todas estas alarmas. Así que cualquier respuesta, ante aquella pregunta de ascensor, suponía un lugar de enunciación que era preciso no olvidar. A veces, o casi siempre, hay que desconfiar de las preguntas hechas al pasar en un ascensor. También hay que desconfiar de los lugares de enunciación. Especialmente de los propios.
Pensé en Monzón, Locche, Pascualito Pérez, Galíndez, el Mono Gatica, pero al final respondí que el boxeador más popular de Argentina era Ringo Bonavena. Justifiqué la elección por su pelea con Mohamed Ali, en el Madison Square Garden, en diciembre de 1970, y por una fotografía icónica impresa en blanco y negro: Ali está en la lona, tratando de levantarse, de rodillas, casi postrado frente a Bonavena, quien espera listo para noquearlo y quedarse con la pelea y la gloria.
Por supuesto, eso no ocurrió.
Ali se levantó y en el último round ganó por nocaut técnico. Para entonces, sin embargo, Bonavena ya era Ringo y había ganado esa pelea —la pelea por lo popular— mucho antes de subir al cuadrilátero.
En los días previos al combate, Bonavena no perdió oportunidad de provocar a Ali. Le dijo que iba a ganarle por dos razones: porque era blanco y porque era argentino. En las conferencias, cuando Ali se acercaba, Bonavena hacía gestos de desagrado y se tapaba la nariz para no tener que oler a un negro. Le preguntaba por qué no había ido a pelear a Vietnam; gallina, gallina, sos un gallina, le decía Bonavena a Clay. Porque lo llamaba Clay, no Ali, y luego insistía: Clay Clay Clay Clay.
Era insoportable, pero los medios de comunicación lo encontraban simpatiquísimo. Ali estaba comprometido con el movimiento por los derechos civiles y con la desegregación racial, se negó a pelear en Vietnam por objeción de conciencia, lo enjuiciaron, estuvo en el exilio, se convirtió al islamismo y abandonó su nombre de esclavo, la mitad del país (una mitad blanca, segregacionista, patriotera, racista) lo odiaba, vivía amenazado, le quitaron las licencias para competir, y ahí estaba ese oponente blanco y de apellido italiano llamándolo cagón, diciéndole que los negros apestan, repitiendo Clay Clay Clay Clay, que sonaba como esclavo esclavo esclavo esclavo.
Con el tiempo Ali fue reconocido como uno de los deportistas más valiosos del siglo XX; Bonavena murió unos pocos años después de esa pelea, baleado por la mafia en un burdel de Nevada. Pero su espectáculo racista devino en folclore nacional y, casi inmediatamente, en cultura popular legitimada por un poder autorizante.
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Hace casi una década, en marzo de 2012, se inauguró la Galería de los Ídolos Populares en el primer y segundo piso de la Casa Rosada, la sede del poder ejecutivo de Argentina. Consiste en una colección de imágenes con ochenta y cuatro “figuras queridas por el público argentino, entre ellas, representantes del arte, del espectáculo, del deporte y personajes de historietas”. En esa colección no falta Bonavena. En la imagen de prensa del día de la inauguración, la entonces presidenta, actual vicepresidenta Fernández de Kirchner, posa frente a las fotografías de Bonavena, Gardel y Fangio: ídolos populares del boxeo, el tango y el automovilismo.
Ahora, o al menos después de eso, cuando se hacen visitas escolares a la Casa de Gobierno, los niños aprenden que Bonavena es uno de los ídolos populares, pero, antes, incorporan las estrategias necesarias para descifrar qué es lo popular y, por ende, qué no. Aprenden que de un lado están los próceres (que vienen en bustos y pinturas, y salen con rostros serios y adustos, tienen espadas, andan a caballo, dan discursos) y del otro están los ídolos populares (que vienen en fotos y están sonrientes o haciendo cosas “populares”, como jugar a la pelota, tocar la guitarra y golpearse en un ring). Pocos chicos reconocen a esos ídolos populares, más allá de Messi y algún otro; no son más que fotografías en blanco y negro de un tiempo pretérito. Lo que sí reconocen es el principio de categorización.
Una tarde de mediados de 2020, mirando televisión, volví a pensar en esa pregunta. Ya había comenzado la larga cuarentena por el Covid-19 en Buenos Aires y, también, la narración de la pandemia. Una narración burguesa, urbana, acomodada y excluyente: una pandemia que ocurría en una ciudad de edificios y balcones, con gente amasando bollos de masa madre y lamentándose en Twitter porque no podían ir a lo de sus psicoanalistas. Luego estaba la pandemia de los espacios donde la pobreza se concentra y se estigmatiza, donde la extracción económica y el ostracismo social configuran el sistema del gueto. Esa otra pandemia ocurría en un mundo de barrios populares, sectores populares, centros populares, viviendas populares, comedores populares, culturas populares. Nadie ―o casi nadie, siempre hay espíritus incorregibles― omitía el término “popular” para referirse a esa pandemia-otra, a esa pandemia al margen de la pandemia.
Esa tarde, en un canal de noticias, habían ido hasta la entrada de un barrio vulnerable de la ciudad, uno de los asentamientos informales conocidos como villas, ahora renombrados, tras su urbanización parcial o nominal, como barrios populares.
Había un periodista y un entrevistado. Ambos usaban tapabocas, estaban distanciados por unos tres metros y el periodista tenía el micrófono al final de un palo largo como una caña de pescar. El periodista le preguntó al entrevistado cómo estaban pasando la cuarentena en un lugar tan confinado. Usó esa expresión, “tan confinado”. El entrevistado comenzó a decir que en las villas… y el periodista le retiró el micrófono y lo corrigió: “Los barrios populares”, le dijo, antes de devolverle el micrófono. El entrevistado tuvo un momento de perplejidad, seguido de entendimiento, o quizá de sometimiento, entonces asintió, y retomó: “En los barrios populares”, dijo, y narró la pandemia en un espacio discursivo donde sólo podía ser un otro, una ausencia, una sujeción coercitiva de sentido.
La escena fue violenta, pero también fue burda. No se trató de ese movimiento de muñeca con el que un periodista puede quitarle la voz a su entrevistado; el micrófono estaba en la caña de pescar, debió retirarlo, llevárselo hacia él, hacer la corrección, restituirlo al entrevistado. En el tiempo televisivo, se sintió infinito.
No era de esto de lo que hablaban De Certeau, Julia y Revel en 1970. Ni siquiera era esto lo que hace una quincena de años consideré embromado en una charla de ascensor. Pero servía como recordatorio de que nombrar lo popular supone la presencia de relaciones de dominación, de hegemonía y de jerarquización, relaciones de explotación, ocultamiento y estratificación. Implica establecer alguna clase de relación de inferioridad, o más amablemente, de subalternidad. Y a la vez, también, era un recordatorio de lo fácil que es desconectar las alarmas. O de lo habitual que es nunca haber instalado ninguna. Al oír sobre barrios populares, sectores populares, y todas las demás cosas populares, parecía que lo popular tenía una voz propia, que era algo más que un adjetivo, que era una realidad esencialista que podía fotografiarse y colgarse en una pared, o que podía corregirse con un golpe de muñeca, que lo popular no era producto de una tradición académica y una trayectoria política sumamente específicas. Parecía que, de hecho, lo popular no estaba siendo hablado por una voz autorizante.
Luego la transmisión de ese canal de noticias volvió a la pandemia regular de edificios y balcones y bollos de masa madre. Pocos meses después murió Maradona y todos los diques acerca de lo popular explotaron por los aires. Ya no hubo alarmas que hacer sonar. Estaban bajo el agua.
[x] Fotos de Marcelo Pisarro. Excepto la de Ali y Bonavena. Por entonces no tenía cámara. Ni entrada para la pelea. Tampoco había nacido.