La ciencia del hombre

En un estante de mi biblioteca tengo un pequeño apartado con libros que, palabras más o menos, se titulan: “¿Qué es la antropología?”. Los acomodé todos juntos porque la repetición en los títulos es simpática. También porque tienen un tamaño similar y caben en el mismo estante, que es un poco más estrecho que otros estantes. Son libros chicos, de bolsillo, sin demasiadas páginas. Quizás no haya tanto para decir sobre el asunto. O quizás sí, pero son cosas que fueron dichas muchas otras veces y, para repetir siempre los mismos cuentos, ya tenemos ancianos en filas de supermercados y biografías de músicos de rock. No hace falta que, además de reiterativos, los libros de qué es la antropología sean kilométricos. Todo cabe en lo breve. Lo justo y lo necesario.

Algunos de estos libros son casi tan viejos como la antropología. Traducciones de sellos como Losada, Hachette, Centro Editor de América Latina, Eudeba o Nueva Visión, comprados en librerías de saldos con el vuelto de un caramelo. Otros libros son menos viejos que la antropología. Casi todos interesantes. Aunque tampoco te dan ganas de leerlos como si fuesen la última novela de las aventuras del sheriff Walt Longmire o de Jack Reacher. Son lo que son. Tienen un tono didáctico tan eficaz como pesado. Si tu objetivo es aprender algo, o enseñar algo, cumplen su cometido. Si ya lo aprendiste, y si no hay planes de enseñarle nada a nadie, entonces son excelentes portadores de polvo y de recuerdos. Es sencillo imaginarse qué haría Marie Kondo con estos libros. Y a veces Marie Kondo tiene razón. Por eso de los relojes descompuestos que aciertan dos veces al día.  

Tomo uno al azar, aunque tampoco tan al azar. Es más o menos reciente (es de este siglo) y se titula Qué es la antropología. O en realidad no. El título original en francés es L’anthropologie, como las tiendas de ropa y accesorios, que es lo que ocupa la primera página de Google cuando uno pone “anthropologie”. En español, en edición de Paidós, lo titularon Qué es la antropología. Y lo imprimieron en formato bolsillo, 140 páginas, sospecho que para encajarlo en ese estante de mi biblioteca. Lo escribieron Marc Augé y Jean Paul Colleyn, en 2004, como parte de la colección Que sais-je? de Presses Universitaires de France, la PUF, serie que ya lleva ochenta años y casi cuatro mil volúmenes. Así que el título perfecto en español habría sido algo como ¿Qué sabemos sobre la antropología?, dado la dupla autoral.

La primera oración de la primera página de la introducción explica: “La antropología designa el estudio del hombre en general”.

Me pregunto si se seguirá diciendo “la ciencia del hombre” para referirse a la antropología. Sospecho que no. Suena desplazado, o anacrónico, un pasado pisado. Suena purgado. O reformado. Leo al azar, aunque no tan al azar, los lomos de otro estante con libros amuchados con el criterio de tamaño similar y títulos parecidos: El hombre y la cultura, de Ruth Benedict; El hombre en la sociedad, de George Simpson; El origen del hombre, de Jean Piveteau, Antropología, la ciencia del hombre, de Margaret Mead; y así. Ya no se usa “hombre” en este sentido. Podría pasarte algo terrible. Como que te cancelen en Twitter.

Tal vez en 2004 todavía había menos presiones. No había Twitter. Ni cancelaciones. Tal vez hablar de “el estudio del hombre en general” sonaba perfectamente razonable. Una afirmación desapercibida. Tal vez haya sido una cuestión de traducción. Consulto la edición original en francés: “L’anthropologie désigne l’étude de l’homme en général”. La traducción está bien. Y también la oración está bien. Se entiende qué quiere decir. Posiblemente pocos, en el ámbito académico, sigan usando “hombre” en ese sentido. Y posiblemente haya otras quichicientos mil definiciones mejores de qué es la antropología. Pero se puede hacer el ejercicio de privilegiar el significado general por encima de ciertos términos. Es un ejercicio. Para eso se hacen.

De nuevo por azar, o no tanto, abro El hombre y la cultura de Ruth Benedict, una edición del Centro Editor de América Latina de 1971, parte de su Biblioteca Fundamental del Hombre Moderno. Se ve que tampoco había Twitter en 1971. El hombre y la cultura se publicó en 1934, en inglés, y es uno de los libros cardinales de la antropología clásica. En español le cambiaron el título, así como hacen con las películas, que consigue maravillas como que The Lost Boys se estrene como Que no se enteré mamá.. El título original del libro de Benedict es Patterns of Culture, que podría traducirse como Patrones de la cultura, o acaso Esquemas de la cultura, que suena bonito, aunque sea segunda opción. Compruebo si la primera oración de la primera página del prefacio dice algo sobre la antropología como estudio del hombre en general, pero no, las casualidades pronto encuentran sus límites. Sin embargo, la primera oración del primer capítulo, donde realmente empieza el libro, afirma: “La antropología es el estudio de los seres humanos como criaturas de la sociedad”. No dice “hombres”, sino “seres humanos”. También dice “criaturas de la sociedad”, que suena fantástico, además de lo que implica, que es bastante. Busco mi versión en inglés. Una edición preciosa, con un prefacio de 1958 de Margaret Mead y la introducción original de Franz Boas, que no se publicó en la Biblioteca Fundamental del Hombre Moderno. La traducción es precisa: “Anthropology is the study of human beings as creatures of society”. No dice hombres, dice seres humanos. Y en 1934 tampoco había Twitter ni cancelaciones. Entonces vuelvo, sí, a la primera oración de la primera página del prefacio: “Los tres pueblos primitivos descritos en este volumen han sido elegidos porque los conocimientos acerca de estas tribus son relativamente completos y satisfactorios”. Una de cal y otra de arena. Si la cancelación no viene por “hombres”, vendrá por “pueblos primitivos”. Es imposible contentar a todo el mundo.

Como me quedé pensando en el sheriff Walt Longmire y en Jack Reacher, esto es, en ficción entretenida que no te enseña a vivir, recuerdo un pasaje de El relicario, la novela de Douglas Preston y Lincoln Child de 1997, una secuela de El ídolo perdido (Relic, 1995) y segunda aparición del agente Aloysius Pendergast. Es una novela de monstruos, museos, ciencias, antropólogos, biólogos, Nueva York, túneles, tiros y cosas que explotan. Un buen entretenimiento. En ese pasaje, Margo Green, una joven genetista que trabajaba como curadora asistente en el Museo Americano de Historia Natural, en Manhattan, observa el techo abovedado de 1882 de la sala Linneo. Tiene un intrincado frisó que representa la evolución: empieza con animales bellamente labrados y acaba en una colosal figura del hombre. Este hombre, el Hombre, tiene levita, galera y bastón. Margo piensa: “Un magnífico monumento a la concepción darwiniana inicial de la evolución: el avance uniforme de lo simple a lo complejo, con el hombre como brillante culminación”. Pero Margo sabe que ya nadie piensa de esa manera: “La evolución es algo mucho más azaroso e incoherente, plagado de vías muertas y sorprendentes cambios de dirección”. Preston y Child escribieron: “En la actualidad, los biólogos evolucionistas no consideran ya al hombre como la apoteosis de la evolución, sino meramente el punto muerto de una rama secundaria de un subgrupo más amplio y menos evolucionado de los mamíferos. Y la propia palabra ‘Hombre’, pensó Margo con una sonrisa, cayó en desgracia, lo cual es sin duda un paso adelante”.

Eso dice una novelita barata de monstruos de 1997. Pero siete años más tarde, cuando la FUM publicó a los dos veteranos antropólogos franceses en Que sais-je?, la palabra no parecía haber caído en desgracia. Y en 1934, cuando Benedict sacó a la antropología del difusionismo para empujarla hacia las teorías del desempeño, no lo hizo en nombre del estudio del hombre, sino de los seres humanos (por intermedio de los primitivos, justo es decirlo). 

Todo lo cual, por supuesto, no significa nada. Excepto, acaso, que la elección y el uso de palabras es como la evolución para Margo Green bajo el techo abovedado del museo: algo azaroso e incoherente, plagado de vías muertas y sorprendentes cambios de dirección. Las palabras no caen en desgracia de un día para otro. No tienen por qué. El paso adelante de hoy es el punto muerto de mañana. Lo cual quiere decir que el paso adelante de ayer nos condujo al punto muerto en el que estamos ahora.


[x] Fotos de Marcelo Pisarro.

Marcelo Pisarro Written by:

Acá escribo sobre antropología, mapas y urbanismo. Y sobre música, un poco, porque sin música no vale la pena.