La invención de un concepto: los no lugares de Marc Augé

“¡Un pueblito, hijo de puta! ¡Un pueblito!”, le grita uno. “¡No hay ni una puta cosa acá acerca de un pueblo, pendejo!”, le responde el otro. “¡Nada en la canción tiene que ver con un pueblo!”. El año era 1957 y mientras el músico Sonny Boy Williamson II discutía con el productor Leonard Chess acerca de qué es exactamente un pueblo, el congreso estadounidense votaba un presupuesto de veintiséis millones de dólares para desarrollo de carreteras. El historiador Lewis Mumford estaba horrorizado: “Lo más caritativo que puede pensarse de esa resolución es que no tienen la menor idea de lo que están haciendo”, escribió en un texto compilado en La carretera y la ciudad. “Dentro de los próximos quince años, sin duda alguna lo habrán descubierto; pero entonces será demasiado tarde para corregir todo el daño causado a nuestras ciudades y nuestras campiñas”.

Quince años, desde 1957, daba 1972. En el trayecto se encontraba un tal Victor Gruen, a mediados de la década de 1960, quien sostenía que la autopista aparta a las personas en lugar de reunirlas, y también el filósofo Jean Baudrillard, poco después, quien aseguró que “para una cierta vanguardia arquitectónica, la verdad del hábitat futuro reside en la construcción efímera: estructuras móviles, variables, desmontables”. La sociedad móvil del capitalismo moderno requería de una arquitectura móvil; pero lo efímero, propuso Baudrillard, era monopolio de un sector privilegiado que podía poner en duda el mito de lo durable. Una minoría capaz de costearse el capricho. Esa idea no arraigaba en los guetos, en los barrios pobres, en el espacio social descivilizado y demonizado. Todavía allí, todavía entonces, las cosas debían construirse para durar.

El proyecto de una sociedad móvil y efímera seguía tras el eco de los movimientos de vanguardia de comienzos del siglo XX, y en ningún lado podía encontrarse mejor piedra fundacional que en aquella bravuconeada de F. T. Marinetti en nombre de la arquitectura futurista: “Las cosas durarán menos que nosotros. Cada generación deberá construir su ciudad”. Hacia comienzos de los años 70 del siglo XX el resultado de media centuria de vanguardia empezaba a volverse asfixiante. Casi todo comenzaba a durar menos que uno, pero la corriente cultural se movía siempre desde los centros hacia sus periferias, desde el corazón de las ciudades hacia sus márgenes. Cuando llegaba a las orillas, la idea devenía otra forma de desigualdad y de exclusión: sociedad móvil quería decir que unos cartones bajo las autopistas instituían formas efímeras y móviles, pero reconocibles, de relaciones políticas y sociales, otras formas de vivir, y de nuevo, las mismas maneras de morir.

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La negación de los lugares, ese prefijo de dos letras transformado en escarnio, producto indeseable de la segunda modernidad y objeto de crítica obligado a la hora de enumerar los problemas urbanos de finales del siglo XX, sucedió tres décadas antes de que el antropólogo francés Marc Augé escribiera sobre espacios de anonimato. La clave estaba en un libro del arquitecto austriaco Victor Gruen, El corazón de nuestras ciudades, que se publicó en 1964, casi treinta años antes de que el libro de Auge irrumpiera (pues ese libro no se publicó; irrumpió) y se convirtiera en paradigma, en muletilla periodística, doxa académica, un meme en la tradición de Richard Dawkins, y luego, por fin, en una categoría atada a una época dejada atrás.

En uno de los párrafos iniciales de El corazón de nuestras ciudades, Gruen afirmó: “La ciudad la constituyen los incontables cafés interiores y de acera que hay en Viena, desde los ornados, a los que concurren los ricos, hasta los pequeños, llamados Tchochs, donde alguien de escasos recursos puede pasar horas con una taza de café y un diario; la constituyen las cervecerías de jardín y Weinstuben de los países de habla alemana, los bistros y cafés de Francia, los espressos de Italia y las tabernas y salones de té ingleses. (La ciudad no la constituyen los restaurantes, antisociales y antiurbanos, a cuyos clientes se los atiende en sus automóviles)”.

Ese párrafo encerraba una negación rotunda, un rechazo al borde del llano paroxismo: ciertos lugares constituyen una ciudad y ciertos espacios no constituyen una ciudad. La distinción, sin embargo, no podía explicarse a sí misma. ¿Qué quería decir Gruen con “restaurantes antisociales y antiurbanos, a cuyos clientes se los atiende en sus automóviles”? ¿Qué principio de demarcación conjuraba?

Una edición en español de A sangre fría, la novela de 1965 del escritor Truman Capote, tiene una llamada del traductor (Fernando Rodríguez, para la impresión de Anagrama de 1987) que ayudaba a entender la expresión de Gruen: “A cuyos clientes se los atiende en sus automóviles”. En esa novela, la mejor amiga de Nancy Clutter, la adolescente asesinada junto a sus padres y su hermano en un pueblucho perdido de Kansas, recuerda: “Nos llegábamos al Cree-Mee, que es un drive-in, y nos quedábamos sentados en el coche tomando una Coca-Cola y escuchando la radio”. El traductor hizo una llamada de la palabra “drive-in”, que se mantuvo en ediciones posteriores, y anotó: “Drive-in. En este caso, restaurante para automovilistas, también puede ser un cine, banco, teatro, etc. Donde se utilizan sus servicios sin descender del coche”.

Que los clientes fuesen atendidos en sus automóviles expresaba una manera de llevar a cabo ciertas actividades cotidianas (alimentarse, entretenerse, pagar cuentas), pero sugería además una norma de adjetivación: si uno va al restaurante, al teatro o al banco, y no desciende de su automóvil, es porque lleva prisa o porque va camino a otro lado, lo cual convierte a ese lugar en un lugar de tránsito. Los lugares a los cuales Gruen les negaba su pertenencia a la ciudad eran espacios de tránsito, sitios “antisociales y antiurbanos”. Irónicamente a Gruen se lo señala como pionero en el diseño de paseos de compra, y a los paseos de compra se los señala como sitios antisociales y antiurbanos, espacios de tránsito, no ciudad.

Había una enorme tradición cultural por detrás de ese rechazo, pero una todavía más rica esperaba ser desenterrada. Gruen intentaba dar forma a una complicada ruptura, trataba de establecer una circunscripción entre aquello que pertenece a la ciudad (pues Gruen no hablaba de una ciudad, sino de la ciudad), y aquello que queda excluido. Por un lado estaban los tchochs, sitios donde se pueden pasar horas con una taza de café y un periódico; por el otro, restaurantes cuyos clientes son atendidos en sus automóviles. Había, según Gruen, espacios de tránsito y lugares de encuentro; espacios donde los itinerarios corren en paralelo y lugares donde tienden a cruzarse; espacios estáticos y lugares dinámicos; lugares donde uno puede encontrarse con personas y espacios donde las personas se transforman en cosas.

“Anti”, en adjetivos como “antisocial” y “antiurbano”, funcionaba como toma de posición; quería decir que el uso del espacio y el tiempo urbano limitan la sociabilidad, o por el contrario, que la consagran.

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El neologismo “no lugar” apareció un día, se aferró a la jerga académica y no se soltó. Tampoco hubo demasiados interesados en jalarla de los pies. Era una expresión conveniente, afloró en el sitio justo, en el momento adecuado. Si bien existían rastros en la obra de los filósofos franceses Michel de Certeau y Maurice Merleau-Ponty, ampliamente citados y muchas veces con un criterio por lo menos discutible, el concepto adquirió su significación contemporánea con el libro de Marc Augé, Los no lugares: Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, publicado en 1992. A pesar de estar formado por viejos vocablos, por conceptos que las ciencias sociales habían convertido en verosímil de género, en bordones que estrechaban el margen de lo posible, el “no lugar” pronto se volvió un nuevo lenguaje que permitió decir montones de nuevas cosas, y a continuación, una suma de convenciones que obturó cualquier posible nueva afirmación.

“Si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico —escribió Augé—, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar”.

Según la premisa de Augé, “la sobremodernidad es productora de no lugares”, espacios que se oponen a los lugares antropológicos de la tradición etnográfica iniciada con el sociólogo francés Marcel Mauss (el lugar como una especie de cristalización de la cultura, un entrecruzamiento en el tiempo y el espacio con límites materiales y simbólicos bien definidos, que se funda de una vez y para siempre), y que en la versión de Augé suponía las instalaciones y los medios necesarios para la rápida circulación de personas y de mercancías.  

La sobremodernidad produce espacios que no pueden definirse como lugares antropológicos, como lugares identitarios, relacionales e históricos, como lugares que circunscriben la historia a la vez que la celebran, lugares de encuentro y sorpresa, de aventura e imprevistos. Por el contrario, la sobremodernidad produce lugares efímeros y provisionales, sitios de tránsito, de ocupaciones temporales, cadenas de hoteles, casas tomadas, campos de refugiados, supermercados, grandes centros comerciales, vías aéreas y ferroviarias, autopistas, aviones, trenes, parques de recreo, estaciones de ferrocarril y aeropuertos, cartones bajo los puentes, restaurantes antisociales y antiurbanos a cuyos clientes se los atiende en sus automóviles. “Estructuras móviles, variables, desmontables”, había señalado Baudrillard veinte años antes. Por entonces la vanguardia ya era un arreglo para colgarse del ojal del saco: un detalle en las gramáticas del capitalismo moderno.

El concepto de “no lugar” aunaba dos niveles complementarios: espacios constituidos para fines específicos (transporte, comercio, ocio, residencia) y las relaciones que las personas mantienen en esos espacios. Si los lugares crean lo social orgánico, explicó Augé, los no lugares crean la contractualidad solitaria. Un espacio efímero y provisional sólo puede producir relaciones efímeras y provisionales; y todo lo efímero y provisional está destinado a desvanecerse en el aire.

Los no lugares —concluyó con tono fatídico— son la medida de la época.

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Había que seguir el libro de 1964. Escribió, allí, Gruen: “La ciudad la constituyen las multitudinarias aceras y galerías cubiertas de Italia, las arcadas y columnatas y las personas que por allí transitan, atareadas algunas, otras por placer (en Viena lo llaman spazieren gehen), otras en respuesta a la antigua tradición del corso o el paseo. (Pero la ciudad no es la autopista, que aparta a unas personas de las otras en vez de reunirlas)”.

La línea argumental sonaba familiar, a pesar de las diferencias de estilo o de disciplina, incluso de posición moral, y el hecho de que tanto Gruen como Augé mencionaran autopistas y sociabilidad podía insinuar más que la casualidad de palabras en común: los lugares de tránsito no hacen a la ciudad, dijeron ambos, pero sólo algunos lugares de tránsito. Gruen no mencionó medidas de época ni sobremodernidad; tampoco hizo referencia a lugares antropológicos, ni se internó en la tarea de diferenciar un espacio de un lugar, y no conforme con ello, diferenciar sus respectivos negativos. La omisión era reveladora.

El 9 de enero de 1957, el año en que Lewis Mumford se horrorizó por la expansión de las carreteras, el músico de blues Sonny Boy Williamson II registraba su canción “Little Village” en un estudio de grabación de la ciudad de Chicago. En medio de la sesión Williamson comenzó una discusión con Leonard Chess, productor y fundador de Chess Records, acerca de qué es exactamente un pueblo (village). La discusión pareció resuelta cuando Williamson gritó: “¡Un pueblito, hijo de puta! ¡Llamalo como a tu madre si te gusta!”

Todavía es posible oír cómo sucedió.

—¡Vamos, estamos grabando! ¡Toma uno! —anuncia Chess—. ¿Cómo se llama esto?

—“Little Village” —le responde Williamson, la voz nítida y ronca frente al micrófono principal, y se oye un breve silencio, acaso porque Chess hace un gesto, acaso porque ya habían pasado por esa discusión, acaso porque sí—. ¡Un pueblito, hijo de puta! ¡Un pueblito!

—¡No hay ni una puta cosa acá acerca de un pueblo, pendejo! —le grita Chess—. ¡Nada en la canción tiene que ver con un pueblo!

—¡Una pequeña urbe!

—¡Ya sé lo que es un pueblo!

—¡Bueno, está bien, carajo! Sabés, no se necesita ningún título. ¡Llamalo como prefieras, lo mío es tocarlo, hijo de puta! ¡Llamalo como quieras! ¡Llamalo como a tu madre si te gusta!

Chess se ríe y anuncia: “¡Toma uno, grabando!”. Luego vendrán otras once tomas. Esas doce tomas podrían formar un decálogo de urbanismo antes que una colección de artefactos musicales perdidos y encontrados y vueltos a perder. Pero siguen funcionando mejor como música.

El diálogo no apareció en el corte final del simple que salió a la venta ese año, pero se tomó como explicación de por qué Williamson pasa gran parte de la canción discutiendo qué distingue a un pueblo (village) de una ciudad (city), una aldea (hamlet) o una urbe (town): “Es muy pequeño para ser un pueblo —canta Williamson—, y no lo suficientemente grande para ser una urbe”.

Treinta años más tarde, el crítico Greil Marcus recuperó la anécdota en Rastros de carmín, su libro de 1989; la puso en diálogo con otras anécdotas: cuando en 1954 el guitarrista Scotty Moore llamó “negra” a la versión de “Blue Moon of Kentucky” de Elvis Presley; cuando en 1957 Jerry Lee Lewis y Sam Phillips discutieron sobre si el rock’n’roll es una música de salvación o de condena. “Estos momentos —escribió Marcus— explican gran parte de la cultura norteamericana”.

Cuando se lee el libro de Augé —cuando se lo toma como vértice tanto hacia el pasado como hacia el futuro, cuando se lo usa como punto discursivo a través del cual establecer marcas restrictivas de sus condiciones de producción y de reconocimiento, cuando se consideran todos los textos de tono similar que se habían escrito antes o que se escribieron en las décadas posteriores— es imposible ignorar que se trata de un mismo tipo de cacofonía. Si bien la discusión de Williamson y Chess es un suvenir para melómanos (el diálogo no estuvo planeado, no tiene un guion, quizás ni siquiera sea tan bueno; sólo quedó registrado porque el tipo que operaba la consola no borró las cintas y se publicó muchos años después, en octubre de 1969, en el disco Bummer Road), y si bien la discusión de Augé acerca de qué hace a un lugar y qué hace a un no lugar es parte de un producto elaborado para posicionarse en el mercado editorial tal como lo hizo, lo que ambos tenían en común era una referencia deíctica apabullante. Hablaban de su época, pero también la definían, la construían, la volvían discurso público, convención, norma epistemológica: le daban un lenguaje —sonido, gramática, reglas y restricciones— con el cual hablar.

Preguntarse si la producción de no lugares era la medida de la época se volvió inevitable en cada agenda cultural de la última década del siglo XX. Otra medida de la época ―una marca de contemporaneidad, luego una marca de periodización― fue preguntarse si la abundancia de trabajos que analizaban, y en general condenaban, esa producción de no lugares era también una medida de la época.

Bajo cierto punto de vista, la producción de no lugares fue una medida de época; sin embargo, bajo otro punto de vista todavía más interesante, la discusión sobre qué es un lugar y qué es un no lugar, y si tal cosa es una medida de época, es la clase de momentos que explican gran parte de la producción cultural de los últimos años del siglo XX.

Pasadas ya algunas décadas del siglo XXI, ahora aquel viejo amuleto suena tan ajeno como trivial. Pertenece a un tiempo de debates sobre globalización, multiculturalismo, posmodernidad, sobremodernidad, hipermodernidad, fin de las ideologías y controles remotos. Es una crítica naturalizada y un término comodín, y es, ante todo, la medida de una época que pasó.


[x] Una versión de este texto apareció en Inrockuptibles en abril de 2012.

Marcelo Pisarro Written by:

Acá escribo sobre antropología, mapas y urbanismo. Y sobre música, un poco, porque sin música no vale la pena.