Esta es una historia acerca de naves espaciales, especies homínidas que vivieron hace tres millones de años, excavaciones antropológicas en las antiguas colonias africanas y canciones pop que sonaron como novedades en la radio del siglo XX.
Quizás esta historia dice que ninguna de tus acciones es insignificante. Que todo lo que hiciste deja una huella, y que ni siquiera podrás imaginarte qué huella es esa. Puede bastar con morirte para que tres millones de años después el nombre que nunca tuviste vaya inscripto en el lateral de una nave espacial. O quizás sea una historia acerca de todo aquello que nos hace humanos, o del deseo de saber cómo llegamos a convertirnos en una especie que inventa canciones, y radios, y canciones en la radio, o el deseo de imaginarnos un futuro, acaso, lejos del planeta en el que nacimos hace no tanto tiempo, o quizás, al final de todo, sea la historia de una especie fascinada por la posibilidad de contar y escuchar historias.
La sonda espacial se lanzó desde Cabo Cañaveral en la mañana del 16 de octubre de 2021 como parte del programa Discovery de la NASA. Una sonda espacial es una nave robótica, sin tripulación humana, que no orbita la Tierra sino que explora el espacio exterior. La misión de la nave lanzada en 2021 es la exploración de ocho asteroides en un viaje de doce años. Dos pertenecen al cinturón de asteroides, el disco formado por gas, polvo, hielo, rocas y otros objetos planetesimales situado entre Marte y Júpiter, y los restantes seis son troyanos de Júpiter, asteroides que comparten la órbita de ese planeta alrededor del Sol. La nave alcanzó el primer asteroide, 152830 Dinkinesh, en noviembre de 2023, y llegará al segundo, 52246 Donaldjohanson, en abril de 2025. Los nombres de los asteroides son importantes en esta historia. También el de la nave y la misión. Su nombre es Lucy.
El 24 de noviembre de 1974, hace ahora medio siglo, el antropólogo estadounidense Donald Johanson estaba en el segundo año de una excavación paleaontropológica en una zona apartada de la depresión de Afar, en Etiopía, país donde viven 132 millones de personas, lo que lo convierte en el décimo más poblado del mundo, en el segundo de África luego de Nigeria y en el país sin salida al mar más habitado del planeta. La población etíope se reparte en unos ochenta grupos étnicos, de mayoría cristiana, más de la mitad analfabeta y con una expectativa de vida al nacer de 56 años para hombres y 60 años para mujeres. Etiopía ocupa el territorio en el que surgieron los humanos anatómicamente modernos y desde donde se dispersaron durante el Paleolítico medio. Si te interesa entender qué nos hace humanos, y vas bien hacia atrás, siempre llegarás hasta Etiopía.
La paleontropología es un campo de la antropología y la paleontología. Estudia la evolución humana, en general, y en particular el desarrollo temprano de los primeros humanos modernos, un proceso llamado hominización. Para ello se siguen las líneas de parentesco evolutivo de los homínidos, una familia taxonómica de primates que en la actualidad abarca ocho especies repartidas en cuatro géneros: Pongo (género con tres especies de grandes simios: orangutanes de Borneo, de Sumatra y de Tapanuli); Gorilla (género con dos especies: gorila oriental y gorila occidental); Pan (género con dos especies: chimpancé y bonobo); y Homo, género del que solo queda una especie, sapiens, o humanos modernos. Todos los demás géneros y especies se extinguieron.
La evolución homínida es esencialmente un embrollo. En el sentido que la RAE le da a esta palabra: enredo, confusión, maraña. Un lío. Los modelos evolucionistas del siglo XIX que todavía persisten en la percepción cotidiana y en la configuración política del siglo XXI, como la ilustración del monito encorvado que va enderezándose hasta convertirse en un señor de bastón y bombín, ayudan poco en la disipación del malentendido. No hay que pensar en líneas rectas, ni en progresos, ni en direcciones únicas. Más bien debe imaginarse un arbusto tupido cuyas ramas se confunden, se interrumpen, se cruzan, salen para un lado o para el otro. Una de esas ramitas, lateral, azarosa, torcida, poco meritoria, corresponde a los humanos modernos. Y aunque ahora sabemos bastante sobre los procesos que nos condujeron hasta esta ramita, estamos lejos de saberlo todo. Tenemos una idea de qué y cómo pasó, pero faltan piezas por todas partes. Y cada vez que aparece una de estas piezas faltantes se reescriben los procesos. Pocas cosas envejecen más rápido que los libros de texto de cualquier curso de antropología sobre evolución humana. Ni siquiera las listas de éxitos de música pop se convierten en papel mojado con tanta rapidez.
“Lucy in the Sky with Diamonds” es la tercera canción de la primera cara de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, el octavo álbum de estudio de los Beatles, publicado el 26 de mayo de 1967. Es una pieza de tres minutos y medio, firmada por John Lennon y Paul McCartney, que incluye maracas, tambura india y órgano Lowrey, y que se volvió crucial para el breve apogeo de la música psicodélica. Por su atmósfera etérea, y por su letra de tono fantástico, y porque las primeras consonantes de los tres sustantivos (Lucy Sky Diamonds) coinciden con la sigla LSD, se la señaló de inmediato como una apología del consumo de ácido lisérgico. Para Lennon, el autor principal, era más sencillo: su hijo de tres años había hecho un dibujo en la guardería, que mostraba a una niña que le gustaba, Lucy O’Donnell, y cuando se lo mostró a su papá le dijo que el dibujo se llamaba “Lucy, en el cielo con diamantes”. Lennon quedó encantado. Tomó el título del dibujo y lo combinó con el estilo de Alicia en el país de las maravillas, la novela infantil de 1865 de Lewis Carroll, sus compañeros le sumaron la tambura y el Lowery y quizás un poco de ácido, y el resultado fue la canción de Sgt. Pepper’s que, siete años más tarde, el 15 de noviembre de 1974, Elton John publicó en una versión de la que participó Lennon y que el 4 de enero de 1975 alcanzó el primer puesto en las listas de éxitos pop de Billboard. Ocupó esa posición durante dos semanas para dejar su lugar a “Mandy” de Barry Manilow, que una semana después dejó su lugar al “Please Mr. Postman” de los Carpenters, y luego a “Laughter in the Rain” de Neil Sedaka, y después a “Fire” de Ohio Players, y después a “You’re No Good” de Linda Rondstadt, y así, durante décadas, hasta la semana de 16 de octubre de 2021, cuando lanzaron la sonda espacial Lucy rumbo a los asteroides troyanos de Júpiter y en el primer puesto de Billboard estaba “My Universe” de Coldplay y BTS. Ninguna dirección. Ninguna línea recta. Papel mojado. Un arbusto.
En la mañana del 24 de noviembre de 1974, nueve días después de que Elton John publicara su versión de “Lucy in the Sky with Diamonds”, el antropólogo Johanson seguía en la excavación de la depresión de Afar de Etiopía. Salió junto a Tom Gray, un estudiante de posgrado, para echar un vistazo, tomar notas, fumar un cigarrillo, holgazanear y husmear amparado en el marco teórico. Después de un par de horas examinando el terreno en busca de fósiles, Johanson decidió inspeccionar una sección del fondo de un barranco que ya había sido inspeccionada en dos ocasiones previas. Ninguna razón en particular. Sólo una corazonada.
Pero no encontró nada valioso. La tercera no había sido la vencida. Mientras emprendía la vuelta, le llamó la atención un fósil semienterrado en el suelo polvoriento. Se acercó y lo examinó. Resultó ser un fragmento de hueso del brazo de un homínido. No muy lejos había un pequeño fragmento de cráneo. Más allá una parte de un fémur. También restos de vértebras, una parte de la pelvis, costillas y trozos de mandíbula.
Por la tarde, todo el equipo estaba en el fondo del barranco. Seccionaron el sitio y lo prepararon para una excavación y recolección que duró tres semanas y que permitió recuperar cientos de piezas. Pero ya esa tarde quedó claro que no había replicación de piezas. Nada de tres cabezas, cinco brazos, siete caderas. Ninguna parte repetida. Se trataba de los restos fosilizados de un único individuo. Un espécimen femenino, de poco más de un metro, parecido a un chimpancé, con su misma capacidad craneal, pero la pelvis y los huesos eran funcionalmente idénticos a los de los humanos modernos, y aún sin datación parecía cargar un par de millones de años. Ese fósil lo cambiaba todo. Tu historia, nuestra historia, debía reescribirse de nuevo.
El fósil pertenecía a Australopithecus afarensis, una especie homínida extinta que habitó la actual zona de África Oriental hace entre 3,85 y 2,95 millones de años, es decir durante unos 900.000 años, que es cuatro veces más de lo que nuestra especie lleva dando vueltas en el planeta. El fósil de la depresión de Afar corresponde a un individuo que vivió hace unos 3,2 millones de años y, recuperado el 40% de su esqueleto, es el ancestro más antiguo y completo encontrado al momento de su descubrimiento.
Los humanos tenemos dos características que nos distinguen de los demás primates: cerebros grandes y andar bípedo. Antes del descubrimiento del fósil de Afar, la historia evolutiva decía que primero había venido el cerebro grande y luego el andar bípedo. Esta hipótesis se sostenía en que todos los fósiles bípedos encontrados hasta ese momento ya tenían cerebros grandes. Pero este esqueleto de 3,2 millones de años, de andar bípedo y cerebro de chimpancé, lo cambiaba todo. O al menos cambiaba nuestra historia evolutiva. Que no es poco.
Por la noche, ese 24 de noviembre de 1974, hubo festejos. El fósil obtuvo su denominación en el mismo emplazamiento, AL 288-1, por el número de locación asignado al sitio, pero antes de que acabara la celebración ya nadie usaría esa denominación. En la fiesta había cabra asada, papas fritas y cervezas Bati metidas de contrabando en el campamento. También había música. En una pequeña casetera Sony sonaba una y otra vez Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Para cuando llegó “Lucy in the Sky with Diamonds”, que por intermedio de la versión de Elton John se prestaba a regresar a las listas de éxitos, la novia del antropólogo Johanson, una muchacha llamada Pamela Alderman que estaba de visita en el yacimiento, hizo la pregunta que importa: “¿Por qué no la llaman Lucy?”.
A la mañana siguiente todo el mundo la llamaba Lucy. ¿Cuánto medía Lucy? ¿A qué edad habrá muerto Lucy? ¿Dónde pongo las costillas de Lucy? No había nadie que no anduviera de acá para allá tarareando la canción inspirada en la compañerita de guardería del hijo de Lennon. Como buen antropólogo, Johanson estaba incómodo: no importa qué especialidad elijas, en el tronco principal de la antropología te enseñan a sentir culpa por todo. Y a Johanson le incomodaba no sólo llamar con un trivial Lucy al que parecía ser el mayor hallazgo de la historia evolutiva del siglo XX, sino convertirse en otro eslabón de la tradición colonialista en las tierras etíopes, una tradición construida por iguales partes de explotación, imposiciones, despojos y pillajes.
Tuvo una reunión con el ministro de culturas de Etiopía. Le explicó el valor del hallazgo. El ministro le dijo que el fósil debía tener un nombre etíope. Johanson estuvo de acuerdo. El ministro propuso el nombre Dinkinesh. Sonaba lindo. Johanson le preguntó qué significaba. “Significa ‘Eres maravillosa’”, le respondió el ministro. Y Johanson estuvo encantado.
Por supuesto, no funcionó. Nadie, o casi nadie, le dice Dinkinesh a Lucy, aunque por suerte tampoco nadie le dice AL 288-1. Y en cualquier caso Lucy sí era maravillosa.
Ahora mismo la nave espacial está en su cuarto año de viaje. A medio camino entre el asteroide Dinkinesh, el nombre etíope, y el asteroide Donaldjohanson, el nombre del antropólogo que tuvo una corazonada. La elección del nombre de la sonda robótica, según la NASA, se debe a que “así como el fósil de Lucy proporcionó información única sobre la evolución humana, la misión Lucy promete ampliar nuestro conocimiento sobre los orígenes planetarios”.
Las naves espaciales que abandonan el sistema solar suelen llevar mensajes para cualquier forma de vida inteligente que las encuentre. Lucy no abandonará el sistema solar luego de su misión, y tampoco está previsto que se estrelle intencionalmente contra un cuerpo planetario; seguirá viajando entre la Tierra y los asteroides troyanos durante cientos de miles, acaso millones, de años. El mensaje que carga Lucy no está dirigido a seres extraterrestres sino a nuestros descendientes. Quizás de nuestra misma ramita evolutiva, quizás de alguna otra, cuando nuestra ramita ya esté seca y olvidada y convertida en misterio. Como una llamada en el contestador telefónico de parte de una especie que se extinguió millones de años atrás y que sólo dejó unos cuantos huesos fosilizados en un planeta muerto.
La placa de oro de la sonda Lucy contiene la fecha de lanzamiento, la posición de los planetas, la trayectoria nominal y una selección de frases notables —todas en inglés, salvo alguna intervención en español, polaco y turco, porque el colonialismo no sólo ocurre en Etiopía sino en el lenguaje y en el espacio exterior— que sirven como un catálogo de lugares comunes sensibleros acerca de los mejores valores humanos, nunca mejor resumidos que en la frase del baterista Ringo Starr que carga la nave: “Paz y amor”, sólo capaz de empeorar al leérsela en la placa junto a la frase de Brian May, el guitarrista de Queen: “¿Quién quiere vivir para siempre, si el amor debe morir?”. La sensación de estar ante una colección de palabras muertas en un yacimiento fósil es lo que debe haber experimentado Johansson en Etiopía: ahí había una historia, pero los huesos no dejaban de ser huesos.
Excepto por un breve poema de Amanda Gorman, la poeta y activista nacida en 1998 que, en 2021, cuando se lanzó la nave hacia Júpiter, tenía veintitrés años y escribió las únicas palabras de la nave espacial que no parecen fosilizadas, que le confieren una tenue sensación de trascendencia, de que lo que sucede ahí importa, o debería importar: “Benditos sean quienes ven/ el sueño en los huesos de Lucy:/ Que los mundos desafiados por la humanidad/ sean mundos que nos hagan humanos más amables./ Que cada amanecer nos encuentre valientes,/ prestando atención a la luz por siempre./ Que la antigua esperanza nos implore,/ en nuestro núcleo inquebrantable,/ que sigámonos levantando por una Tierra/ más digna por la cual luchar”.
Lucy O’Donnell Vodden, residente del suburbio londinense de Surbiton, falleció el 28 de noviembre de 2009, a los 46 años, por complicaciones de lupus. Cuarenta y tres años antes, cuando tenía tres años, un compañero de la guardería la dibujó en el cielo con diamantes. Quién sabe por qué. Quizás tuvo un acto de amabilidad o quizás no fue más que una sonrisa a tiempo. El nombre de Lucy viajó por una canción pop, por el fósil más importante de la historia evolutiva del siglo XX, por una nave espacial persiguiendo asteroides troyanos y por un poema grabado en oro que insta a que hagamos un planeta por el que valga la pena luchar.
Ninguna historia es insignificante. Porque contar historias es lo que nos hace humanos.