Usaré este espacio para venderles el libro que escribí y que publica el sello AZ. Se los venderé a los gritos y sin escrúpulos. Imagínense a alguien anunciando tónicos milagrosos en la parte trasera de una camioneta desvencijada. O quizás ofreciendo sandías. Un estafador sonriente parado en una tarima del salón del ayuntamiento que explica las bondades del monorriel que podrían construir en la ciudad si ahorraran dinero en áreas menos importantes, como la salud y la educación y el bienestar de los perritos mendigos. En Springfield funcionó. La venta, digo, no el monorriel.
El libro que aquí les traigo, junto a las sandías, los tónicos milagrosos y el monorriel, se llama Pasajes sonoros: Escritos sobre música, volumen I. El título es genérico y parece hecho por una IA, aunque el subtítulo es bastante explícito, para compensar tanta vaguedad, y el agregado de “volumen I” no es más que una expresión de optimismo. Un libro de música, eso tenemos en la camioneta de las sandías.
Pasajes sonoros es una colección de escritos sobre acontecimientos musicales: canciones, atmósferas, tradiciones, anécdotas, sinfonías, géneros, voces, mercancías, tecnologías, artefactos, desplazamientos, sonidos y Taylor Swift (por supuesto que sale Swift: aspiro a la lista de best sellers). Es como una enorme fiesta donde no hay restricciones de entrada. Así que vino todo el mundo y lo bien que está que hayan venido. Bob Dylan nos acerca a la industria de suvenires de linchamientos del siglo XX; Nueva York es una novela de terror, según la atmosfera que Richard Hell capturó a mediados de la década de 1970, y es una fantasía luminosa de libertad, según Swift, cuarenta años más tarde; el folklore musical de la región andina central se inventa en estaciones de radio y despachos gubernamentales y se marca con etiquetas como milenario, ancestral e inmemorial para beneplácito de la industria de identidades nacionales; la música clásica no siempre fue clásica y basta con abrir y cerrar un paraguas frente a un piano para cuestionar su legitimidad; componer una sinfonía puede conducirte al paredón de fusilamiento bajo un régimen totalitario y, por la misma razón, estrenarla en público en esas condiciones puede convertirla en una leyenda de libertad; grupos de garaje-surf bolivianos y peruanos de la década de 1960 inventan el punk rock; que es la música que tocaban las Slits, en el Londres de 1977, reversionando a un cura llamado Michel de Certeau, mientras Theodor Adorno seguía cabreado con la versión de “I Fought the Law” de Bobby Fuller; un maleante de barrio llamado Pedro Navaja pone a pruebas las imágenes resbaladizas del tango y todas las representaciones de la ciudad porteña que esas imágenes autorizan; hay vanguardia en Berlín, nostalgia en Folly Beach, psicodelia en San Petersburgo, discos olvidados en La Paz y cantores reencontrados en Buenos Aires; hay imitadores, estrafalarios, tergiversaciones, cajeras de supermercado, matanzas, jipis drogones, fusilados, surf, bandoneones, ruido blanco, canciones tan tontas que son geniales, errores de sistema de iTunes que alcanzan el primer puesto en los rankings musicales y borrachos ruinosos que les gritan “¡bravo!” a las doncellas-flores de la ópera; está Sandro, que nos dice que no deberíamos tomarnos en serio nada de todo esto, y está Joe Strummer, que nos enseña que el futuro no está escrito, y cuando Regina Spektor propone un brindis por las cosas que nos importan, eso hacemos: brindamos por lo que nos importa.
Y esto debería funcionar como sinopsis libre de espóilers.
En mi afán de venderles sandías y libros, los guío hasta el prólogo, que lo leen acá, y les dejo la lista de reproducción de Spotify con algo de la música tratada en este volumen. Al parecer los libros de música, en estos días, deben incluir un código QR que te lleva a una lista de Spotify. No sé si estoy de acuerdo, sospecho que no, pero al menos me entretuve ordenando las pistas: no me digan que el final de ese fragmento de Lady Macbeth de Mtsensk de Dmitri Shostakóvich no estaba destinado a empalmarse con el bajo de “Holiday in Camboya” de Dead Kennedys.
Hay una cita del libro que me gustaría traerles en mi camioneta de vender sandías. Una de las razones es que no podrían acercarse a lo que implica escuchando listas de Spotify. Es una observación de la antropóloga Yana Stainova, a partir de su trabajo con jóvenes del programa venezolano de música clásica El Sistema. Escribió Stainova: “A menudo equiparamos la buena erudición con la actitud crítica. Una visión cínica del mundo se recibe casi automáticamente como científicamente más sólida que una encantada. Si bien esta metodología condujo a hábitos de pensamiento desestabilizadores de las grandes estructuras perpetuadoras de poder, también elevó la perspectiva crítica a un pedestal. Estamos más inclinados a desvelar los mecanismos, las lógicas culturales y los flujos globales desiguales que sustentan el encantamiento que a suspender la incredulidad y participar en ella. Tenemos miedo de sentirnos encantados”.
Si hay algo que quería hacer en esta colección de escritos, y que espero haber hecho más o menos bien, es mantener la capacidad de sentirnos encantados por la música. Sí, es un libro informado por la antropología y otras miradas académicas, hay un montón de develación de mecanismos, desigualdades y lógicas culturales, un montón de backstage de narrativas hegemónicas y naturalizadas, pero lo que está en el pedestal no es la perspectiva crítica, sino la música y todo lo que es capaz de provocar, de posibilitar, de crear. Podría decirles que es un libro de antropología, o de estudios culturales, o de historia de las artes, una cosa así. Pero no. Es un libro de música. Porque es la música la que nos trajo hasta acá e hizo posible cualquier conversación. Y sin la música en el pedestal, aunque luego le movamos el banquito para que se caiga de ahí arriba, no tendría gracia. La música es la guinda de la torta. Y nadie se come la torta y deja la guinda en el plato. O sí. Pero no es nadie a quien quisieras invitar a tu fiesta de cumpleaños.
Entonces, según donde estén leyendo esto, Pasajes sonoros se consigue en cualquier librería, o tienda online, o en Amazon, o en ferias temáticas, o donde sea que se vendan libros en estos días. Es un libro entretenido, no pretende enseñarte a vivir, no hace quedar mal a las ciencias antropológicas, no hay charlatanería trascendental, de alguna manera Taylor Swift encajó entre la Quinta Sinfonía de Dmitri Shostakóvich y Ramones cantando que Judy es una punk, y, por sobre todo, cuando se trata de música, apuesta no por el cinismo, no por el desdén, sino por dejarse encantar.
Así pues: consuman.
Así que tienen libro, prólogo, playlist y sandías. También repetiré que sale Taylor Swift, el actual personaje principal del universo, pues mi afán de lucro no tiene límites. Luego podemos pensar lo del monorriel. Pero desconfíen de los tónicos milagrosos. No funcionan.
PD: Hace años que la camioneta de sandías de la primera foto estaciona junto a una Shell de la ruta 21, en las afueras de Beaufort, Carolina del Sur, sin más estrategias comerciales que ser la camioneta de sandías de la Shell. Le funciona. Todo el mundo sabe dónde encontrar sus sandías. Así pues, si entran a una gran cadena de librerías y ven que el libro de la foto de abajo no está en la sección de música, sino en el sector de horóscopos y adivinaciones, porque alguien lo etiquetó en el sistema como “bienestar general” y “autoconocimiento”, por favor muévanlo a la sección correspondiente. Nunca venderemos las sandías si no las acomodamos en la camioneta de vender sandías.