Ridgeway, SC

Wayne es un bocón. Eso dicen en Ridgeway. Habla demasiado. Es un metido, un lengua larga. Un charlatán. “El estúpido de Wayne debería aprender a cerrar la boca de una puta vez”, se queja Mary al enterarse de que Wayne anduvo hablando sobre Doug. “¿Qué sabe él si Doug estaba borracho la noche del accidente? ¿Por qué tiene que hablar pelotudeces? ¿Por qué no puede mantener la puta boca cerrada?”.

Ridgeway es un pueblo chico, un conventillo grande. En esta historia, además del bocón de Wayne, hay tres tipos muertos. Y está Doug, quien quizás ahora esté muerto, o siga en coma en el hospital, o esté encerrado en la penitenciaría estatal. También hay una guitarra y un puñado de canciones al costado de las vías del tren.

Aunque apenas se las mencione, el rumbo que toma el relato está contenido por esas canciones. Permiten que personas como Wayne expresen algún comentario sobre el país en el que viven, sobre sí mismos, sobre los itinerarios que arrastran, sobre algo que acaso podrías llamar “nación” o “comunidad”, sobre la vida y, casi siempre, sobre la muerte. Estas canciones parecen obsesionadas con la muerte: la muerte de las personas que protagonizan las composiciones, la muerte de los valores que aprendiste a aceptar y respetar, la muerte de la nación como espacio de libertad.

No importa de dónde vienen estas canciones. A algunas las escuchaste en los primeros puestos de las listas de éxitos radiales para luego encontrarlas impresas en recopilaciones de clásicos delimitados por décadas o por géneros. Otras canciones no tienen orígenes nítidos para sus intérpretes ni para sus oyentes. Podrían remolcar decenios o siglos de vida, podrían haber sido inventadas ayer a la noche, podrían estar siendo inventadas y olvidadas en el mismo momento de su ejecución. En todos los casos, las canciones aparecen tan transformadas por dispositivos como la memoria, la técnica, los instrumentos, el espacio social, incluso las condiciones ambientales de interpretación, que se podrían encasillar en el género de baladas tradicionales estadounidenses. Porque cumplen una función en la imaginación identitaria de los intérpretes, o porque el etiquetado es una manera eficaz de establecer una afinidad entre sonidos, silencios y significados, o tal vez por la impronta al que todo objeto musical se somete cuando se filtra a través de los límites y las posibilidades objetivas de interpretación. Una canción de Black Sabbath, Tom Petty, Billie Holiday o AC/DC, en la voz y en la guitarra de un tipo como Wayne, tocada con la mirada perdida en el rastro de las vías del tren de un pueblucho del interior estigmatizado y relegado del sur de Estados Unidos, será siempre una balada tradicional, folklore, algo así.

Pero trazar esas circunscripciones artísticas es tarea de musicólogos, folkloristas y vendedores de discos. Ahora se las puede pasar por alto. Ésta es sólo una historia acerca de un tipo que una tarde tocó un par de canciones con su guitarra y eso fue todo.

Ocurrió en Ridgeway.

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Ridgeway es un pequeño pueblo rural del condado de Fairfield, cuarenta kilómetros al norte de Columbia, la capital estatal de Carolina del Sur. No existe ninguna razón para ir a Ridgeway excepto que quieras ir a Ridgeway por alguna razón. El interior está lleno de lugares así.

Si se lo mira en un mapa, Ridgeway es apenas el puntito donde se cruzan la ruta estatal 34 y la ruta federal 21. Es un pueblo chato, disperso y silencioso, excepto cuando los camiones cargados de maderas traviesan la ruta, que también es la calle principal y el centro comercial. En Ridgeway viven unas trescientas personas. Algunas en los alrededores de la ruta, otras más lejos, en el campo. La estructura más alta del pueblo es el tanque de agua. Las vías del tren corren en paralelo a la ruta. El centro está compuesto por unas quince tiendas abigarradas en una cuadra. Casi todas son construcciones de ladrillo a la vista, de uno o dos pisos, simples y rectas, poco ornamentadas. La mayoría se construyó entre 1890 y 1915, durante el apogeo de producción de algodón en la zona. Treinta y uno de estos inmuebles están inscriptos en el registro nacional de lugares históricos. No dejan plata, pero se los hace valer. Cuando alguien pasa con el coche por la ruta y mira esa cuadra abigarrada de Ridgeway, piensa que así solían ser las cosas antes. Es una imagen fugaz. No alcanza el tiempo para pensar cuándo fue antes.

El hito más destacado de Ridgeway es que hasta 1990 tuvo la comisaría más pequeña del país. En Ridgeway dicen que es la más pequeña del mundo, una afirmación difícil de probar. Es una casita blanca de dos metros de ancho y tres de largo, con techo a dos aguas y varias ventanitas, levantada hacia 1890 y restaurada en 1940. La nueva comisaría, que está a unos pasos, es el doble de grande. Lo cual no la hace precisamente enorme. En general suele estar cerrada. En la puerta de vidrio hay un cartel con un número de emergencias. Llamada sin cargo, sin poner veinticinco centavos en el teléfono público situado junto a la comisaría. El teléfono está en una caseta, de esas con puertas que se cierran, como las que usaba Clark Kent para sacarse la camisa y la corbata. No quedan muchas de esas en ninguna parte. Si apenas quedan teléfonos públicos, mucho menos casetas. Ahora Clark Kent se saca la camisa y la corbata en los baños de Subway.

En la vieja comisaría, la más chica del país o del mundo, ya otro monumento histórico, dejan folletos turísticos fotocopiados con los atractivos de la localidad. Juntaron unos cuantos: casonas de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX; un cuartel confederado; algunas plantaciones anteriores a la Guerra Civil; una posta de diligencias de 1820; un campamento de esclavos; varias tiendas de antigüedades y curiosidades; una casa de té cuyas infusiones y pasteles ostentan un desfachatado sobreprecio en nombre de algo llamado tradición; el Pig on the Ridge, que es la gran barbacoa anual y la mayor festividad local. Se realiza el primer fin de semana de noviembre, desde 1999, y por eso el pueblo se llena de motivos porcinos que conviven junto con los de Halloween, Acción de Gracias y Navidad. El chiste local son los motivos porcinos en la puerta de la comisaría (“cerdo” es una forma peyorativa de referirse a la policía).

Las fechas fundacionales son siempre un problema en sitios como éste. Pocas veces llega un colono, clava una bandera, coloca una piedra basal y entonces la historia empieza su conteo oficial. Los folletos en fotocopias que se ofrecen en la ex comisaría informan que los primeros habitantes (blancos, aunque no se lo aclara, se lo da por sentado) arribaron a finales del siglo XVIII desde Virginia, luego de la Guerra de la Independencia, y que otros vinieron desde la ciudad de Charleston a finales del siglo XIX para escapar de la malaria. También señalan que el nombre original del asentamiento fue New Town; que obtuvo el actual cuando desistieron de construir un nuevo trazado para la ruta del ferrocarril y en su lugar utilizaron el ridge way ya existente en la zona. El ridge way es un tipo de camino que aprovecha la superficie dura del terreno. Antes de las carreteras y las autopistas era la forma más segura de movilidad. Así que para montar las vías usaron el ridge way que pasaba por ahí, por la New Town, que entonces devino en Ridgeway.

La fecha de fundación que sale en el logo del pueblo es 1799. Sin embargo, junto a la vieja comisaría se yergue un monolito dedicado a “las familias originales” que indica que Ridgeway se fundó “antes de 1799”. Lo cual recuerda que cada cual cuenta la historia como puede, como quiere o como más le conviene. Años más o años menos, 1799 es un buen número, tan bueno como cualquier otro.

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Wayne es un obrero de la construcción que cuatro meses antes abrió una BBQ al otro lado de las vías. En el lugar funcionaba la estación de servicio Jones & Company, sobre South Dogwood, una de esas calles de las que Borges decía que no tienen vereda de enfrente (en este caso la vereda de enfrente son las vías). Está justo en la esquina de Coleman, una calle de tierra que se mete hacia adentro, adonde no hay nada, si por “nada” se entiende campo, chatarra, sembradíos, espantapájaros, algún molino, alguna caravana destartalada, alguna antigua plantación abandonada, algún laboratorio de metanfetamina, alguna estancia de cincuenta millones de dólares, nunca se sabe y a veces es mejor no saberlo (y si se lo sabe, a veces es mejor no contarlo). Es una tarde cualquiera de otoño, ya próximo el Pig on the Ridge; luego la historia seguirá su curso y tendrá sus corolarios, sus víctimas, sus consecuencias, pero en el presente de la narración nada de eso importa. Cuando se escribe, cuando acaso el futuro ya forma parte del pasado, simplemente puede fingirse desconocimiento. No hay que contarlo todo. No hay que ser un bocón.

Es importante entender cómo funcionan las cosas en pueblos como Ridgeway. Se parece bastante al modo en que funcionan en cualquier otra parte, pero la variable demográfica se torna decisiva. El pueblo, en un siglo, apenas modificó su base poblacional de trescientos residentes. No es que todo el mundo se conozca entre sí, pero al menos sí saben bastante unos de otros. Y dado que no existe ninguna razón para ir a Ridgeway excepto que tengas una razón para ir a Ridgeway, siempre alguien conocerá a alguien que conoce a alguien. Por eso Wayne comenzó a hablar sobre Doug y por eso luego Mary dijo que es un bocón: porque Alice le contó a Mary lo que Wayne le dijo a Laurie sobre Doug aquella tarde.

Wayne es amigo de Rick, que está casado con Mary, que es la hermana de Alice, que es la amiga de Laurie y con quien yo había llegado a Ridgeway ese día. Estaba en Ridgeway por una historia que alguien me había contado en el mostrador de una casa de antigüedades. No necesitaba corroborar datos ni verificar información, todo eso estaba en otra parte, pero la historia servía como excusa: ésa era una razón para ir a un sitio al que no irías sin alguna razón.

Las tiendas de antigüedades no son pocas en Ridgeway. Parecen emplazadas en el mismo sitio desde antes de la Guerra Civil, cuando los objetos a la venta no eran antiguallas sino las más fantásticas novedades del mercado. Pero más vale andarse con cuidado. No todo lo que luce viejo es viejo. La señora que atiende una de estas tiendas, en la calle principal, comentó que estos negocios tienen apenas unos pocos años, que algunos abrieron en la primera década del siglo XXI y otros en la segunda. También dijo que cuando el pueblo se vino abajo por la crisis de 2008, cuando la economía colapsó, cuando nadie podía conseguir trabajo y los hombres partieron en busca de oportunidades laborales, fueron las mujeres de Ridgeway quienes evitaron que el pueblo se llenara de polvo y de esos cardos rodantes de las películas de vaqueros. Pusieron tiendas de antigüedades, cafeterías y restaurantes ruteros, fotocopiaron los atractivos históricos y se inventaron un pasado, aunque más no fuera a través de unos pocos objetos, unos pocos lugares, unas pocas fechas recordadas, soñadas o inventadas, unos pocos elementos iconográficos para el sector de turismo de fin de semana. Eso contó la señora y, como relato, se ajusta a los itinerarios de montones de puebluchos del sur golpeados por la falta de empleo, la migración de los más jóvenes, la muerte de los más viejos, una sostenida usanza de políticas públicas centralizadas en los grandes centros urbanos del noreste que tratan a los pequeños pueblos del interior como si fuesen una cagada de perro pegada en la suela del zapato. También es un recordatorio de que en Ridgeway alguien conoce a alguien y entonces simplemente habla.

—Bueno, mierda ―dice Mary, la esposa de Rick, la hermana de Alice, la amiga de Laurie, estirando mucho las vocales y volviéndolas más agudas cada vez que inserta una palabrota, lo cual ocurre bastante a menudo―. Una cosa es hablar porque la gente tiene que hablar sobre alguna cosa, y otra cosa es hablar sobre si Doug estaba borracho o no en el accidente cuando el tipo ni siquiera estaba en Carolina esa noche. ¿No estaba en Atlanta? ¡Estaba en Atlanta, el pelotudo! ¿Por qué mierda tiene que andar siempre hablando al pedo?

La BBQ de Wayne es la gran novedad de Ridgeway. El señor de la ferretería de la calle principal explica que le tenían algo de desconfianza, porque Wayne es Wayne, un charlatán, un buscapleitos, un problema con patas, ya todos lo conocen, lo más probable es que se duerma junto al fuego e incendie todo el pueblo. Pero también es un gran asador, eso se lo reconocen, y más vale mantener los negocios abiertos y andando, no clausurados y con los vidrios tapados con papeles de diario. Así que el hombre les insiste a los forasteros para que crucen las vías y almuercen en lo de Wayne.

La ferretería es enorme. El letrero del frente consigna que se estableció en 1840, aunque el edificio, según los archivos del registro nacional de lugares históricos, es de 1901. Venden serruchos y pinzas y tornillos y tuercas y pegamento y enchufes y pintura y las demás cosas que se venden en las ferreterías, pero además sumaron remeras con el logo del negocio y maní con cáscara frito, típico snack sureño. Esto es para ofrecerles algo a los turistas que llegan desde Columbia, dice el señor, un hombre corpulento que trabajó como empleado de la ferretería toda su vida. Los turistas no van a comprar clavos ni martillos, explica, pero cuando entran a curiosear y tomar fotografías al menos se llevan una bolsa de maní frito.

—¿Vienen muchos turistas?

—Dos o tres por fin de semana, cuatro o cinco si no llueve.

El turismo no es más que un rebusque, acaso un anhelo, una estrategia de supervivencia para tapar los agujeros de una economía regional arruinada. Un cuarto de los habitantes de Ridgeway están bajo la línea de pobreza; en una población de trescientos habitantes, son unas setenta y cinco personas que no pueden afrontar la hipoteca de la casa, pagarse una visita al médico o comprar medicamentos, que pierden sus cosechas, que no van a la escuela, que no comen todas las veces que quisieran.

La señora que atiende el mostrador de la casa de té, también en la calle principal, cuenta que su marido se tuvo que ir a trabajar fuera de Carolina. Siempre se le olvida el nombre del lugar.

―Al sur —indica la señora.

―¿Florida?

―No, más lejos.

―¿México?

―Ese lugar grande.

―¿Sudamérica?

―Bien al sur, con montañas y nieve como Alaska.

―¿Patagonia?

―Patagonia, sí, como las camperas, tengo que acordarme de las camperas.

Al salón de té le fue bastante bien. Laura, se llama, Laura’s Tea Room. Abrió en 2008, ante la mirada incrédula de los locales que no entendían por qué algún forastero montaría una casa de té de dos plantas en Ridgeway. Los forasteros eran de Blythewood, un pueblo que está a dieciséis kilómetros al sur y que, con dos mil habitantes, desde Ridgeway se ve como una gran metrópolis llena de gente cosmopolita y extravagante.

El edificio es de 1911 y fue la segunda locación de una gran tienda llamada The Thomas Company, que empezó sus actividades hacia 1865 y bajó las persianas a mediados de la década de 1990. Laura Thomas fue la última de la familia en trabajar la tienda antes del cierre. Bautizaron a la casa de té en su honor. Y les va bien. Atrae a muchas señoras sureñas de clase acomodada que leen la revista Southern Living y que encuentran divertidísimo tomar té con un sombrero de época. 

Y es eso. Se monta una casa de té donde estaba la tienda, se venden maníes fritos en la ferretería, se dejan folletos fotocopiados en la vieja estación de policía y se la llama desfachatadamente “centro de visitantes”, se juntan todos los cacharros oxidados del granero y se improvisa una tienda de antigüedades, se abre una BBQ donde estaba la estación de servicios. Hay que mantener la cabeza por encima de la línea de flotación, salvarse, ayudar al que se pueda. Hay que rebuscárselas para sobrevivir.

***

Wayne está apoyado en el mostrador de su BBQ. Es un hombre blanco y delgado, cincuentón, avejentado, los ojos claros cercados por arrugas, un fino bigote negro, la piel cobriza por el sol, un tatuaje borroso sobre un brazo flaco que empieza a aflojarse y estriarse, en cada mano un anillo dorado, una gran sonrisa cada vez que la ocasión lo amerita. Hizo un buen trabajo en el local. La estructura y la apariencia son de una gasolinera y no trató de ocultarlo; incluso en el letrero del frente, bajo el nombre del negocio, que es su apellido, agregó “estación de barbacoa”. Donde estaban los surtidores puso plantitas con flores; cerró el hall con tejido mosquitero; recicló maderas para el mostrador; usó baldes de latón como lámparas colgantes. Colocó repisas con chucherías de campo, cubrió las mesas con manteles a cuadritos rojos y blancos, sumó fotos antiguas de la estación y motivos porcinos con inscripciones como “BBQ sureña”. Afuera hizo espacio para el asador y una larga mesa al aire libre; en el mástil flamea la bandera nacional y, por debajo, la bandera estatal.

Entonces Wayne le pregunta a Laurie si es amiga de Alice y, cuando Laurie le dice que sí, que se vieron en alguna fiesta de Rick, Wayne le consulta con aire confidente si escuchó lo que pasó con Doug. Sí, por supuesto. Todos escucharon lo que pasó con Doug.

Ocurrió un mes antes. Doug es obrero de la construcción como Wayne. Doug está casado y tiene dos hijos pequeños. Doug se fue a trabajar junto a otros tres hombres a Florence, una ciudad al noreste del estado, y tuvo un accidente automovilístico. Doug está en coma, los otros tres tipos están muertos. Así que Wayne se cruza de brazos en el mostrador y dice que si Doug se despierta irá preso, que perdió la mitad del cerebro y que no podrá volver a caminar, que lo mejor es que se muera lo antes posible; dice que piensa en los hijos pequeños, en la esposa, que no quiere que lo vean en la penitenciaria, ni tampoco con medio cerebro afuera de la cabeza; dice que Doug había vuelto a beber y que seguro estaba borracho esa noche, que se durmió al volante y por eso estrelló el auto. La conversación, que en realidad es un monólogo de Wayne con todas sus hipótesis acerca del accidente y con todos sus pronósticos acerca del futuro de Doug, se extiende durante veinte minutos. Finalmente, cuando considera que ya dijo todo lo que debía decir sobre Doug, Wayne toma el pedido.

El señor de la ferretería estaba en lo cierto respecto a que Wayne sabe lo que hace en la cocina. En el sur en general, y en Carolina del Sur en particular, la barbacoa no se trata de arrojar un par de hamburguesas en la parrillita a gas del patio trasero. El corazón de la barbacoa de Carolina es el pulled pork, el cerdo desgarrado. Las carnes se asan a fuego lento, durante mucho tiempo, humeándolas, hasta que se enternecen lo suficiente para desgarrarlas a girones del hueso. Lento y bajo, ése es el lema estatal. Muchas horas y baja temperatura. Paciencia, tomarte tu tiempo, hacerlo lento, sin apuro. Wayne cuenta que deja la carne asándose toda la noche, nunca menos de doce o quince horas, depende de la leña y de la época del año. Dos o tres muchachos del pueblo, que están sin trabajo o trabajando de lo que consiguen, lo ayudan con eso.

La barbacoa del sur de las Carolinas se distingue por las salsas que le dan sabor y consistencia a la carne despellejada de cerdo. Hay cuatro tipos de salsa, cada una con un ingrediente predominante: mostaza, vinagre, tomate liviano y tomate fuerte. La de vinagre lleva buena cantidad de pimienta; es la más vieja de las Carolinas y se la usa en la zona de la costa atlántica. A la de tomate liviano, que también lleva vinagre y pimienta, “estilo Lexington”, se la encuentra en el norte del estado; en la de tomate fuerte, común en las regiones altas del oeste, predomina el kétchup. La salsa con base de mostaza es propia de la región central, donde está Ridgeway, y se la vincula con los colonos alemanes del siglo XVIII; a ésta se le dice “salsa de Carolina del Sur” porque es el único lugar del país donde se la utiliza. Wayne afirma que el ingrediente clave de su salsa es un secreto familiar que se transmite de generación en generación, pero eso mismo sostienen todos los Wayne de Carolina acerca de su salsa familiar. Los ingredientes básicos (mostaza, vinagre, azúcar, pimienta) son compartidos, los secretos van por el lado de las especias. Y según Wayne, al fin y al cabo un maestro parrillero, por la decisión de incluir la salsa durante la cocción o de hacerlo después. Él la agrega durante la cocción, a intervalos regulares de media hora, por eso debe prestar atención a que los muchachos de la noche no se queden dormidos junto al fogón. Beben mucho, dice Wayne, y se ríe.

***

Ahora Wayne dejó el mostrador y está sentado a la mesa. Ya dejó de hablar sobre los problemas de alcohol de Doug y está hablando sobre un tema tan importante como es él mismo. Es notable la predisposición de algunas personas para contarles su vida a perfectos extraños sin que nadie se los pida. Quizás se deba a que conocer a alguien que conoce a alguien hace que uno deje de ser un extraño. Quizás sólo necesitan que alguien los escuche.

Wayne se cruza de brazos, voltea para ver quién pasa por Dogwood cada vez que oye un motor. Anuncia quién es el conductor: el hijo mayor de los Coleman, Bob de la Oficina Postal, Rosa de la peluquería. A veces no dice nada. El que pasa debe ser un extraño, un viajero, alguien que giró en la curva equivocada y se perdió en los caminos rurales.

Hace un comentario sobre el negocio: todavía gana más plata como obrero de la construcción que como propietario de una BBQ sureña. Se queja por todo el tiempo que le demandan las preparaciones. Ya ni duerme, se lamenta. En su estación de barbacoa se sirve el platillo completo a la manera de las Carolinas. Al cerdo desgarrado con salsa de mostaza lo acompaña una porción equivalente de hash, que es un picadillo de cerdo, papas, cebollas y especias, otra de macarrones con queso y otra de chauchas verdes. Debe llevarle tiempo, sin dudas, pero el resultado es magnífico. No importa cuán bocón sea el asador, vas a manejar todos los kilómetros que hagan falta para comer en esa BBQ. Vas a inventarte una razón para ir a un lugar al que no irías sin alguna razón.

Wayne sigue parloteando. Dice que de chico era la oveja negra de Ridgeway. A los dieciséis, diecisiete años, ya tenía problemas de drogas; cocaína, crack, lo que nombres. Estuvo once meses preso en Atlanta. Le pegaron dos balazos, en dos ocasiones distintas; por supuesto muestra las cicatrices: uno en la panza y otro en la cadera. A los veintisiete conoció la metadona, dejó las drogas duras pero se volvió adicto al juego: a raspar loterías. Se enamoró, se casó, estuvo limpio los últimos siete años, aunque tuvo una recaída y volvió a usar coca hace dos meses, luego de patinarse un montonazo de plata prestada en raspaditas. Y así sigue. Sentado en la mesa de mantel a cuadritos, pinchando el cerdo con el tenedor y pensando en que realmente está buenísimo, uno tiene derecho a preguntarse por qué el parrillero al que acaba de conocer le está contando todo esto. ¿Es un relato biográfico moldeado en el discurso confesional de las reuniones de los grupos de rehabilitación? ¿Es una manera de acumular capital simbólico a lo machote? ¿Una versión oral de la literatura del yo? ¿Por qué hablar sobre balazos, adicciones y tiempo en prisión en vez de hablar sobre el clima o sobre el próximo partido de los Gamecocks o sobre las cosas de las que hablan los parrilleros ruteros, si es que hablan sobre algo? ¿A qué se debe tanto empeño? Entonces trae la guitarra.

Siempre tocó la guitarra, cuenta Wayne. Su padre le enseñó cuando era pequeño, luego se pasó a la eléctrica, al final volvió a la acústica. También tiene una historia para su guitarra. Mike es un carpintero del pueblo. Las cosas no andaban bien en la carpintería, tuvo que cerrarla porque no podía pagar el alquiler, volvió a los bosques como leñador, sufrió un paro cardíaco y casi se muere. Decidió que iba a cambiar de vida, que trabajaría como lutier, que empezaría con doce guitarras. La de Wayne es la número dos. Cuenta que Mike prendió un encendedor delante de la boca de la guitarra y golpeó el fondo de la caja. La llama se apagó. Era una buena guitarra. Wayne se la quedó.

Entonces Wayne anuncia que va a tocar algunas canciones. Lévi-Strauss decía que la música suprime el tiempo, pero al escuchar a Wayne rasgar la guitarra, al oírlo cantar esa colección de éxitos ajenos y de baladas ya no olvidadas, sino desconocidas e ignoradas, el paso del tiempo se vuelve tangible, una carga a la vez opresiva y redentora. Todo aquello no está sucediendo; todo aquello sucedió una tarde en Ridgeway. Ya es parte, si no de la historia, al menos sí de una historia. El pasado tiene la habilidad de escurrirse a hurtadillas para reclamarle al relato la parte que le corresponde. Así es como fuerza sus colofones, sus finales abiertos, sus moralejas.

Lo que escuché esa tarde fue una música toscamente interpretada, repleta de certezas y cavilaciones, de límites y posibilidades. Era una música antigua, no por las fechas de composición de las canciones, sino por el impulso que la dominaba, por los deseos y las frustraciones que la arrastraban. Era una música repleta de personajes superfluos, de seres solitarios, embaucadores, charlatanes, bandidos, moribundos, jóvenes pendencieros en busca de amor, ancianos expulsados de su propia existencia. Era una música acerca de perder: el trabajo, el dinero, las esperanzas, los seres queridos, la libertad, el amor, la suerte, el hogar, la vida. Una música acerca de un hombre exiliado en su propio país, de una cultura desterrada de su propia época. Al mirarlo a través de las imágenes creadas por la música, uno podía ver a ese pueblo sureño de otra manera. También podía mirar de otra manera a una persona específica, acaso podía encontrar una manera de empezar a entenderla.

Ridgeway es un mundo pequeño; lo que escuché ese día ―y lo que escuché luego, cada vez que oí a Wayne tocar su guitarra― fue a un hombre tratando de formar parte de ese mundo. Un hombre que sabía que no lo conseguiría.

La BBQ de Wayne abrió a mediados de 2016. Un año después ya estaba cerrada. El señor de la ferretería comentó que pasó lo que todos habían previsto que pasaría; la señora de la tienda de antigüedades se mostró sorprendida de que hubiese aguantado tanto tiempo.

En agosto de 2017 se inauguró una nueva BBQ en el mismo sitio. La bautizaron Brice’s Country Store y básicamente utilizaron todo el mobiliario dispuesto por Wayne. Ni siquiera cambiaron los manteles. Los dueños eran tres figurones de los negocios gastronómicos de Columbia que difícilmente se dejaban caer por el pueblo. Contrataron personal y ampliaron el menú; ahora también podías conseguir sopas y unos budines bastante buenos. Pero el emprendimiento no les dejó todo el efectivo que proyectaban. ¿Quién querría conducir hasta un pueblo del quinto pino para comer una barbacoa? Brice’s Country Store cerró a mediados de 2018. Duró menos que la BBQ de Wayne, pero nadie en el pueblo se pavoneó con que ya todos sabían que terminaría así.

En la última semana de agosto de 2018 abrió otro restaurante, Sarah-N-Geo’s, dedicado a la comida italiana: pizza, calzone, antipasto, albóndigas. Aguantó un año, aguantó otro, aguantó al Covid-19 y todavía sigue ahí: aguantando. En 2018 el alcalde de Ridgeway emitió un comunicado de bienvenida para los nuevos propietarios, Sarah y George. Señaló que Sarah-N-Geo’s tomaba el lugar que hasta entonces ocupó “la vieja Brice’s Country Store”. Eso decía el comunicado: “la vieja” Brice’s Country Store. Si uno leía eso pensaba que la parrilla de los tres figurones ya estaba allí cuando arribaron los distinguidos ciudadanos de Charleston que escapaban de la malaria. Por un simple pase de magia discursivo, la estación de barbacoa de Wayne había sido arrojada al tacho de la basura de la historia.

El cierre de la estación de barbacoa de Wayne es otro buen cuento. También lo que ocurrió con Wayne luego de cerrar su estación de barbacoa. Y lo que pasó en Ridgeway desde entonces. Sin embargo, si aquí hay una lección que aprender, es ésta: a veces se puede fingir desconocimiento. No hay que contarlo todo. No hay que ser un bocón.


[x] Fotos de Marcelo Pisarro.

Marcelo Pisarro Written by:

Acá escribo sobre antropología, mapas y urbanismo. Y sobre música, un poco, porque sin música no vale la pena.