Riot grrrl boliviano: Mujeres Creando en el archivo de la cultura andina legitimada

En 1992 Mujeres Creando era un rumor demasiado bueno para ser cierto. Lo mismo que en 1993, 1994 y años sucesivos. Antes de las etiquetas, los rótulos, los reproches, la sobrecarga informativa, las pasadas de cuenta, las cismas, la autofagia narrativa, la reiteración, el embalsamamiento académico, el peloteo para la propia tribuna, la postración ante el lenguaje de época y los procesos de legitimación que acotan lo que es posible pensar, imaginar y decir. Pero no entonces. Por entonces todo era demasiado bueno para ser cierto. Algunos hablaban de leyendas urbanas. Otros, de leyendas de libertad.

Es notable que en esos mismos años, en los centros geográficos y simbólicos de producción de signos de identificación y rechazo cultural, grupos de música como Bikini Kill compusieran, tocaran y grabaran canciones que dieron forma a algo llamado “riot grrrl”, una corriente estética de base hardcore/punk/alternativa que se sumó a algo llamado “tercera ola de feminismo”, o que acaso la provocó y la coaguló, según quién y cómo cuente la historia. Todo lo referido al riot grrrl, en contraste con Mujeres Creando, parecía sólido y tangible. También fácil y seguro. Demasiado institucionalizado. Demasiado entendible. ¿Un escándalo en nombre del punk? ¿Un fanzine fotocopiado para repartir entre cien personas congregadas en un sótano ruidoso que ya sabían qué esperar a cambio de su tiempo y de su dinero? ¿Una canción, una entrevista, un tour, una remera alborotadora, un eslogan, una pintada callejera, un contrato discográfico? Estaba todo legitimado por el contexto de la industria musical del siglo XX. Formaba parte de la música, y, en ocasiones, ocupaba el lugar de la música.

Mujeres Creando era diferente. O parecía serlo. Al menos lo fue durante un tiempo. Hasta que ya no pudo serlo. Nadie sabía bien de qué se trataba. Quizás ni siquiera las mismas protagonistas. Pero la distancia respecto a los centros de legitimidad y cohesión, en donde se numeraban las olas feministas y, automáticamente, devenían en relatos consagratorios, sugería un peligro real. No era fácil, ni seguro, ni sólido, ni institucionalizado, ni entendible. Quizás porque el riesgo de lo que hacían, en el espacio cultural y político en el que lo hacían, parecía mucho mayor que el riesgo que cualquier intérprete o consumidor de riot grrrl de las periferias de Seattle corría al interpretar una canción en un barcito o al escucharla en un walkman. No es que aquello fuera pan comido. Pero había un contexto. Parámetros. Un acuerdo narrativo aceptado por cada participante de la conversación.

Entonces el año podía ser 1992, 1993 o 1994. Caminabas por las calles de La Paz y te encontrabas con grafitis deudores de un anarco feminismo rabioso que en Bolivia, a principios de los años 90 del siglo XX, parecían recién bajados de una nave extraterrestre. Pero también un recuerdo colectivo difuso. Algo aprendido y olvidado y luego vuelto a recordar y a olvidar. Como un cachivache familiar y extraño desenterrado en alguna ruina arqueológica. No tanto en Tiahuanaco ni en otros sitios donde el poder estatal se consagra frente al espejo. Más bien en alguna catacumba urbana desplazada de la conversación pública: como si cavaras un pozo para repavimentar la avenida Santa Cruz y te toparas con los restos de las flores de la treintena de floristas del mercado de San Francisco que fallecieron en 1935 por el desborde del río Choqueyapu y cuyas muertes impulsaron el surgimiento de la Unión Femenina de Floristas a cargo de la chola anarquista Catalina Mendoza. Esa clase de artefacto familiar y extraño.

Los movimientos anarquistas tienen una buena historia en Bolivia; en particular los movimientos anarquistas de cholas.[1] Todavía no existe una calle paceña llamada Petronila Infantes, que en la década de 1930 fundó el Sindicato de Culinarias y que fue Rosa Parks veinte años antes de que Rosa Parks se subiera al autobús. Pero debería existir una calle con ese nombre si el mundo fuese un sitio más justo. No lo es. Acaso por eso te encontrabas con esas pintadas firmadas por Mujeres Creando. Porque el mundo no es un lugar justo. Y a veces es complicado descubrir cómo empezar a cambiarlo. Una pintada en la pared ―al igual que una distorsión en la guitarra, un fanzine en fotocopias, un corte de cabello, una consigna en la remera, un pensamiento revolucionario escrito con fibrón indeleble en la pared de un baño— puede ser un comienzo tan prometedor como cualquier otro. Luego hay que ver qué ocurre. Cuando el mundo cambia. Cuando el mundo te cambia.

Pasados los años, los discursos se sistematizaron. Se volvieron previsibles. Acotaron su sentido. Mujeres Creando se convirtió en uno de los colectivos anarco feministas más importantes de Bolivia y de la región andina central. Aparecieron los términos y las asignaciones para cohesionar el significado de una pintada callejera, una actuación en la vereda, una protesta en la alcaldía, un discurso en la universidad: colectivo, anarco, feminista.

Pintaban consignas en los muros, hacían intervenciones artísticas, redactaban manifiestos, repartían panfletos, protestaban, participaban. También tomaban acciones más drásticas que difícilmente te hubieras imaginado en un concierto de Bikini Kill. En 2001, por ejemplo, Mujeres Creando ocupó la Agencia de Supervisión de Bancos de Bolivia para exigir la condonación de deudas por microcréditos para personas que a duras penas sabían leer los contratos que habían firmado. Las activistas cargaban dinamita y bombas molotov. Estaban dispuestas a convertir las consignas en escombros, pues, si la tradición se ligaba a Petronila Infantes, Catalina Mendoza y las flores enterradas bajo mil toneladas de concreto, no había diferencia entre lo primero y lo segundo: grafitear una pared significaba demolerla y construir una nueva. Para entonces el colectivo ya había articulado las reglas semióticas que permitían que los discursos fueran entendidos y comprendidos por sus interlocutores, se tratara de los burócratas con los que negociaban, los investigadores que las estudiaban, los mecenas que las financiaban, las personas que las apoyaban y aquellas que les respondían anotando “putas” sobre sus grafitis callejeros: ahora, ante una intervención de Mujeres Creando, cualquiera sabía qué esperar a cambio de su dinero y de su tiempo.

***

Pero eso vino después. Enfrentarte por primera vez con una intervención de Mujeres Creando provocaba auténtica excitación y alarma. Te sobresaltaba. Te obligaba a reflexionar sobre tu respuesta. Te obligaba a preguntarte qué era todo aquello y cómo debías reaccionar, cuál debía ser tu réplica y cómo debías expresarla. Te obligaba a decidir si querías involucrarte. Podía ser tu respuesta al encontrarte de casualidad con un grafiti cualquiera escrito en una pared cualquiera de una calle cualquiera de La Paz: frases directas y peleadoras, a veces pueriles y a veces magistrales, escritas en letra cursiva, llenas de odio y dulzura, de malestar y de promesas. También podía ser algo más. La falta de un contexto hacía que las personas se miraran unas a otras, incapaces de llegar a un acuerdo respecto a cómo comportarse frente al acontecimiento. En 2006, John Beverley, profesor de literatura y estudios culturales de la Universidad de Pittsburgh, ahora emérito, un latinoamericanista, como se dice en los programas de las universidades estadounidenses, recordaba cómo había ocurrido todo eso, cuando las personas debieron enfrentarse con un texto desprovisto de contexto, subtexto y paratexto, todo lo contrario a lo que había ocurrido en los conciertos de riot grrrl desde el primer momento, y también en intervenciones feministas posteriores, como las del grupo ucraniano de activistas Femen: chicas jóvenes, saludables y bonitas que se desnudan y escriben eslóganes en sus senos firmes a la espera de las cámaras y del efecto viral. Ya todo el mundo sabe cómo actuar. Filmar, fotografiar, aplaudir, reprimir, apoyar, rechazar, pajearse, compartir, no hacer nada. Pero no entonces. No en Bolivia. No con Mujeres Creando.

Escribió Beverley:

En sus performances las distinciones entre teoría y práctica, arte y política, espacio privado y público, sociedad civil y “multitud”, pensamiento y acción, se borran de alguna manera. Recuerdo un caso particular. Mujeres Creando se instala en un centro estratégico del centro de La Paz: el Obelisco. Las acompaña un grupo de hombres de diferentes tamaños, edades, etnicidades y clases sociales. Los hombres se desvisten y las mujeres comienzan a pintar sus penes con pinturas de distintos colores. Un grupo heterogéneo pero fundamentalmente popular ―la multitud urbana― se congrega a mirar, como lo haría para asistir a un acto callejero de actores o cómicos ambulantes. Llega la policía, pero no sabe lo que debe hacer: ¿es esto un espectáculo artístico, en cuyo caso se trataría de una forma de discurso permitido, o simplemente una violación a las leyes que prohíben la desnudez pública? Se suceden, en los márgenes del público, consultas ansiosas acerca de cómo proceder. Invisibles llamadas telefónicas. Oficiales de rango cada vez más alto se involucran, sin llegar a resoluciones satisfactorias. Fascinación, pero también perplejidad y debate en el público. ¿Qué pasa aquí? Llegaron los reporteros: ¿cómo van a “representar” este acto que dramáticamente ha interrumpido el orden cotidiano del centro paceño? Literalmente es imposible presentarlo como “noticia” ―será aludido en las noticias vespertinas de la TV y al día siguiente en los diarios de la ciudad (¿Curiosa Manifestación en el Obelisco?), pero no representado, y no solamente en atención al tabú de la desnudez, sino también porque la relación “normal” de poder entre hombres y mujeres ha sido invertida y transgredida: las mujeres se arrodillan o inclinan para pintar los penes de los hombres, pero el acto de pintarlos niega o carnavaliza su autoridad, su estatuto simbólico como falo.[2]

El remate del estatuto simbólico como falo es jerga, aunque, en 2006, un buen anticipo de la naturalización de la jerga a escala industrial que ocurriría a medidos de la década siguiente. Como un demo solitario antes de grabar la doxa que se oiría en todos lados. O como un adelanto para pasar en la radio antes de la salida del álbum. El resto del relato es brillante: ilumina el efecto que la intervención genera en personas que no poseen ningún parámetro para interpretarla, y luego, a través de la participación de autoridades y medios de comunicación, el efecto que tiene en la ciudad y en el país, en el resto de la sociedad, en personas que nunca imaginaron ―esa mañana, al salir de sus casas rumbo a sus oficinas, a la escuela, el mercado o sus quehaceres diarios― que deberían ensayar una respuesta frente a ese acontecimiento. La incógnita ausente es lo que ocurre después: cuando se sistematizan las reglas de producción del discurso y también las reglas de las respuestas que genera. Cuando la doxa le gana al acontecimiento. Cuando la respuesta está reglamentada por la acción.

***

En un artículo de 2010 de Feminist Collections: A Quarterly of Women’s Studies Resources, una publicación de la Universidad de Wisconsin-Madison que se editó entre 1980 y 2017, se anunció que la biblioteca de la Universidad de Nueva York había creado un proyecto llamado “Riot Grrrl Collection”, un archivo que se proponía resguardar los artefactos producidos en la escena del codo de los años 80 y 90 del siglo XX: fanzines, discos, volantes, fotografías, manifiestos, afiches de conciertos. El artículo estaba precedido por una cita de Kathleen Hanna, la cantante de Bikini Kill: “Realmente me asusta que la historia del feminismo esté siendo borrada”.[3]

Por supuesto, eso no era cierto. La historia del feminismo no estaba siendo borrada. Estaba siendo sobreexpuesta, registrada, exhibida, fagocitada y simplificada, convertida en trofeo y muletilla, frase hecha, tópico obligado y naturalizado, en hashtag, un pensamiento de ciento cuarenta caracteres, luego de doscientos ochenta, un tema de discusión en universidades donde unas pocas mujeres (urbanas, burguesas, occidentales, institucionalizadas, mojigatas, termoselladas) se adjudicaban el derecho de hablar por todas las demás mujeres del planeta: “Si el feminismo fuera una palabra que sólo tuviera significado para las mujeres en el norte ―escribió Julieta Paredes, una de las fundadoras de Mujeres Creando―, y si feminismo fuera una acción inventada por ellas, entonces Mujeres Creando, creo yo, no sería feminista”.[4]

Lo que la cita de Kathleen Hanna parecía desconocer era que los artefactos que el riot grrrl había fabricado a principios de los años 90 del siglo XX, más o menos en los mismos años en que unas grafiteras bolivianas salían con aerosoles a escribir consignas anarquistas que por entonces sonaban tan imposibles como crípticas, ya formaban parte de la discusión pública normalizada. Tenían un archivo. Muestras en museos. Documentales. Se organizaban seminarios y se escribían monografías. Se vendían remeras en las grandes cadenas de supermercados. Estudiantes pagaban decenas de miles de dólares para completar una enseñanza universitaria que se coronaba con una tesis sobre discos como Revolution Girl Style Now! El epígrafe de Feminist Collections, sin embargo, proponía que la inclusión del riot grrrl en los archivos de los circuitos legitimados nunca había sucedido. Todo parecía estancado en un sótano de Olympia de 1991. Todo parecía pendiente. Sin contextos ni subtextos. Una perturbación ante la cual no sabrías cómo responder. Como el policía que se encuentra con unas mujeres pintándoles los pitos a unos señores en la calle y no sabe si debe arrojar gases lacrimógenos, llamar a un museo de arte, poner vallas para que el público vea mejor el espectáculo o sentarse a meditar acerca de la carnavalización de la autoridad fálica del pene. Pero, de nuevo, eso no era cierto. Para cuando la Universidad de Nueva York montaba archivos sobre el riot grrrl y los programas latinoamericanistas de las universidades del norte global dedicaban planes de estudios a Mujeres Creando, esa particular historia del feminismo estaba escrita, corregida y glosada hacía rato.

***

Cuando Mujeres Creando llevaba tres décadas escribiendo las paredes de La Paz (“La mujer frígida no existe, todo es cuestión de malas lenguas”; “Ni la tierra ni las mujeres somos territorio de conquista”; “No puedo ser la mujer de tu vida porque ya soy la mujer de la mía”; “No hay nada más parecido a un machista de derecha que un machista de izquierda”; “Sangre huesos las huellas del progreso”), pasar caminando junto a una de sus intervenciones era tan trivial como encontrarte con un afiche fotocopiado anunciando un concierto de música punk y ska cuyas intérpretes, acaso, no se ofenderían con la etiqueta de riot grrrl, sea como referencia de estilo (un acorde acá, una inflexión vocal allá), sea como afinidad identitaria (un acuerdo paratextual para relacionar ciertos sonidos con ciertos archivos). En Sopocachi, el barrio paceño de las embajadas, los hoteles boutique y los bares que sirven tragos de ciruelas flotando en perfume en un sombrero, a pocos metros de la casona de estilo republicano donde Mujeres Creando tiene su sede, Las Skuirts (“con k porque tocamos ska”) dejaron su nombre en una pared junto a un “anti nazi” (a primera vista la afirmación parece seguida de la firma; luego se puede realizar la pericia caligráfica para determinar si afirmación y firma fueron escritas por la misma persona, en el mismo momento, o si solo coincidieron por casualidad). Más al norte, hacia el centro histórico de la ciudad, en San Francisco, las Warmi Putas (“punk anarkofeminista”) tocan en la Casa de la Cultura una versión de “Un violador en tu camino”, producto feminista chileno de exportación confeccionado bajo las restricciones del sentido común de la segunda década del siglo XXI. En sus redes sociales Warmi Putas parece una cadena repetidora de Mujeres Creando. Hay más consignas que música. Lo cual no es tan malo una vez que escuchaste la música. A mitad de camino entre Sopocachi y San Francisco, en una esquina de la calle Loayza, al frente de una vieja pintada de Mujeres Creando en parte descascarada y en parte tachada que dice “Evo cumple con el machismo”, alguien escucha los últimos sencillos de PliKa (“bubble gum hardcore”), “If Miller Was a Grrrl” y “Rollercoaster Grrrl”, y se convierte, según la aplicación Spotify, en el oyente mensual numero treinta y dos del grupo paceño. Es una música competentemente compuesta y grabada, llena de ideas y matices, algo que escucharías por gusto y no por mera curiosidad etnográfica, orientada a lo más alternativo y melódico del punk/grunge de la década de 1990. Esa música no parece tener relación con el ska animado, sencillo y algo vintage de Las Skuirts, ni con el punk cuadrado y gritón de Warmi Putas. Y sin embargo la tiene. De vuelta en Sopocachi, en la casona republicana de Mujeres Creando, un afiche fotocopiado anuncia una fecha en un bar de Miraflores donde tocan Las Skuirts, Warmi Putas y PliKa. La entrada cuesta quince pesos bolivianos. Veinte, con un shot de algo que nadie debería beber en la altura paceña, ni con el estómago vacío, ni nunca. Es un universo cultural aceptado, entendible, finalmente legitimado. Un universo de centros culturales, jergas aceptadas y partidas presupuestarias donde lo emergente desplaza al underground, un universo de música punk con estímulos municipales y arte anarquista en concursos estatales, un universo de redes sociales y eslóganes como principio y final de argumentación, un universo donde Mujeres Creando existe desde antes, desde siempre, como el punk, el ska y el riot grrrl: muchas pintadas callejeras en prolija letra cursiva tienen más años que muchas de las personas que compusieron esa música, pero mucha de esa música ya era una antigualla cuando Mujeres Creando sacudió el aerosol por primera vez. Lo que interesa, en definitiva, es que nadie deberá rascarse la cabeza frente al acontecimiento. Simplemente porque no hay acontecimientos. Hay hechos sociales.

En 2000 se publicó No pudieron con nosotras. El desafío del feminismo autónomo de Mujeres Creando, editado por Elizabeth Monasterios, uno de los tantos volúmenes publicados sobre Mujeres Creando, pero acaso el primero, o uno de los primeros, que llevaba sellos de edición y reflexión académica estadounidense por todos lados. En uno de los textos, “Indias, putas y lesbianas, juntas revueltas y hermanadas”, María Galindo, la otra fundadora de Mujeres Creando y su cara más visible, explicitó todo aquello que en buena parte de la reflexión sobre riot grrrl parecía desdibujarse y que tan bien se expresaba —o se negaba— en ese epígrafe de Kathleen Hanna: que ya habían entrado en los circuitos oficiales de distribución, análisis y discusión de información aceptada. Que había congresos, muestras retrospectivas y discursos de dignatarios en los que no faltaban aplausos y, a veces, placas conmemorativas.  

El texto comenzaba con una serie de afirmaciones; o de negaciones. Escribió Galindo:

No somos intelectuales, ni artistas.

No somos intelectuales, ni artistas, mientras el arte sea tan blanco, tan decente, tan masculino, tan decorativo, tan inocuo, tan egocéntrico y tan lejano a una buena sopa o a un hermoso empedrado.

No somos artistas, somos agitadoras callejeras,

Cocineras, deudoras, feministas y grafiteras.

No somos intelectuales, ni artistas,

Nuestras acciones no son anécdotas,

Su trascendencia única y central es en nuestras vidas,

Carecen del sentido de espectáculo,

Carecen del sentido exhibicionista que nutra morbosidad alguna. 

Por eso tienen sentido en la calle afuera y no adentro.

Afuera en el medio de las relaciones sociales

y no adentro de las mediaciones institucionales

Nuestras acciones son sencillas y contundentes:[5]

Luego de los dos puntos se enumeraban las acciones: reírse del poder, gritar en la calle, amar al país, grafitear, transgredir las normas, ser libres, etc. Pero luego de esto, que no era más que confeti mojado, nada que Tristan Tzara no hubiera hecho ya, y con más gracia, un siglo antes, surgía una pregunta que trastocaba lo dicho y abarcaba más territorio del que el riot grrrl había abarcado en toda su existencia: “¿Cuál será el lugar que ocupará este libro?”.[6]

Parecía una pregunta simple. No lo era. La mera formulación implicaba la clase de inquietud crítica que ―por razones metodológicas, o epistemológicas, o por mera incompetencia― nunca leías en los textos de protagonistas de otras agrupaciones feministas. Quizás sí entre quienes analizan, escrutan y diseccionan sus acciones y artefactos, pero nunca, o pocas veces, en boca, o en la pluma, de las personas cuyas acciones se analizan, escrutan y diseccionan.

Es una pregunta importante porque coloca el punto de partida en la certeza de que todo lo que hiciste para cambiar el mundo devino en parte de los circuitos de distribución y consumo aceptados de ese mundo que pretendías cambiar: “Situado entre dos no lugares de diálogo como son: la relación movimiento social-academia y la relación norte-sur, acaso quede atrapado en la mera anécdota, en la mera rutina editorial, atrapado en el currículum de alguna profesora sin poder sus argumentos callejeros desatar ni significar nada, sin abrir ni cerrar debate alguno. Eso, esa posibilidad de estar escribiendo palabras muertas quiero dejarla clara porque me jode. Porque el problema de los no-lugares de diálogo cambia todo el tiempo de disfraces, uno de los cuales también puede ser este pequeño libro”.[7]

Lo que Galindo había entendido era que ya no estaba en 1992, 1993 o 1994. Mujeres Creando (¿qué mujeres? ¿creando qué? ¿y por qué el gerundio?) ya no era un rumor extravagante ni una leyenda urbana. En 2006 seguían grafiteando paredes y lo seguirían haciendo en años sucesivos, continúan haciéndolo ahora mismo, pero habían conseguido comprender que el contexto de producción y recepción estaba transformado. En los centros culturales municipales grupos como Warmi Putas tocaban canciones como “Puta podrida” y “Si no usas condón, súbete el pantalón” y no había nadie rasgándose las vestiduras. La historia del feminismo no estaba siendo borrada, como temía Hannah con la inevitable ingenuidad pop del riot grrrl; la historia del feminismo se estaba escribiendo en ese mismo momento y la certeza repiqueteaba en el mismo interrogante: ¿a qué precio? Las acciones de Mujeres Creando (los grafitis, las performances, los libros, las entrevistas, las conferencias, las clases magistrales, las protestas, las tesis de doctorado) jugaban con otras fuerzas. Participaban de otros diálogos. Habían puesto un pie en la historia y, al hacerlo, sabían que también pisaban la anécdota, los disfraces, los pequeños libros y las palabras muertas.


Referencias

[1] Véanse, por ejemplo, Ineke Dibbits, Elizabeth Peredo, Ruth Volgger, Ana Cecilia Wadsworth, Polleras libertarias. Federación Obrera Femenina. 1927-1965, La Paz, Tahipamu/Hisbol, 1989; Huascar Rodríguez García, La choledad antiestatal. El anarcosindicalismo en el movimiento obreo boliviano (1912-1965), Buenos Aires, Libros de Anarres, 2010.

[2] John Beverley, “Prefacio”, en: Elizabeth Monasterios P. (ed.), No pudieron con nosotras. El desafío del feminismo autónomo de Mujeres Creando, La Paz, Plural/ University of Pittsburgh, 2006, p. 12.

[3] Kathleen Hanna, 2010, citada en: Katelyn Angell, “Feminist archives: Archiving grrrl style now”, Feminist Collections: A Quarterly of Women’s Studies Resources, v. 31, no 4, Wisconsin, University of Wisconsin-Madison, fall 2010, p. 16.

[4] Julieta Paredes, “Para que el sol vuelva a calentar”, en: Elizabeth Monasterios P. (ed.), No pudieron con nosotras. El desafío del feminismo autónomo de Mujeres Creando, La Paz, Plural/ University of Pittsburgh, 2006, p. 62.

[5] María Galindo, “Indias, putas y lesbianas, juntas revueltas y hermanadas. ¡Un libro sobre Mujeres Creando!”, en: Elizabeth Monasterios P. (ed.), No pudieron con nosotras. El desafío del feminismo autónomo de Mujeres Creando, La Paz, Plural/ University of Pittsburgh, 2006, p. 27.

[6] Ibíd., p. 31.

[7] Ibíd., p. 31.

[x] Fotos de Marcelo Pisarro, algunas recientes, otras no tanto, todas paceñas.

Marcelo Pisarro Written by:

Acá escribo sobre antropología, mapas y urbanismo. Y sobre música, un poco, porque sin música no vale la pena.