Bikini Kill 1991

En el verano boreal de 1991, en los sótanos y las cuevas de la ciudad de Olympia, circularon unas pocas copias de un casete titulado Revolution Girl Style Now!. Constaba de ocho canciones, repartidas entre cuatro y cuatro en los lados A y B del casete, que sumaban poco más de veinte minutos de música. El diseño de la tapa era rectangular. Porque había sido pensado para copiarse en casete. El estilo remitía a fanzines y folletos fotocopiados con tinta negra sobre cartones de color. Porque había sido pensado para fotocopiarse con tinta negra sobre cartones de color.

Las personas que compusieron y grabaron esas canciones tenían veinte, veintiún, veintidós años. También tenían la convicción de que habían inventado un nuevo lenguaje musical que les permitiría romper, a través de cada intervención pública, con las convenciones de la música rock. Y romper con las convenciones de la música rock, en el verano boreal de 1991, significaba resquebrajar el sentido social de los supuestos culturales acerca de cómo funciona la vida y el papel que cada cual está obligado a interpretar en ella.

El grupo se llamaba Bikini Kill. Estaba formado por tres chicas y un chico, aunque el muchacho, que tocaba la guitarra y participó de la composición de todas las canciones, fue disolviéndose de la iconografía del grupo hasta volverse invisible; las chicas, a su vez, parecieron subordinarse tras la figura de la cantante, una joven de Portland llamada Kathleen Hanna. Podría tratarse de un relato de invisibilidad y subordinación, aunque es embarazoso plantearlo en esos términos: de invisibilidad y subordinación estaban construidos los supuestos culturales que pretendían echarse abajo.

Habían formado el grupo el año anterior. La música que tocaban se acomodaba en géneros como el punk, el grunge y el rock alternativo. Olympia es la capital del estado de Washington, en el noroeste de Estados Unidos, en el ángulo que crean Canadá y el Pacífico. La ciudad más poblada de Washington, el estado siempre verde, es Seattle. Entre finales de los años 80 y comienzos de los años 90 del siglo pasado existía una narrativa sistematizada sobre los signos, los gestos y los sonidos que se engendraban en esa región. Un mapa, que es siempre una representación y una metáfora. Cuando Nirvana publicó su segundo disco, Nevermind, en septiembre de 1991, esa cartografía musical quedó formalmente apuntalada. Ya no hubo dudas acerca de dónde estaban los centros, y dónde las periferias, del estado, de la región y del mercado discográfico. No hubo dudas acerca de cómo leer el mapa. Seattle, Nirvana y grunge: en el resto del noroeste apenas se replicaba una resonancia apagada del epicentro del fenómeno.

Casi un cuarto de siglo después, en septiembre de 2014, el sello Soul Jazz Records publicó No Seattle: Forgotten Sounds of the North-West Grunge Era 1986-97, un álbum que recoge veintiocho canciones de veintiocho grupos que entre 1986 y 1997 orbitaron alrededor del grunge, de Nirvana y de Seattle. O lo que es igual, que quedaron resonando en las periferias del estado, la región y el mercado. Aunque la música de No Seattle tenga pocas chances de ser enviada al espacio sideral como evidencia de los grandes logros humanos, todavía cuenta una historia, o al menos le pone algunos límites, a veces una zanja, otras veces una pared, casi siempre una alambrada que aún permite pasar el polvo y los bichos. Al escuchar esa música que se presenta a sí misma como olvidada, y al paladear la negación del título del álbum, se entiende que la negación resulta de hecho una afirmación: al decirle que no a Seattle, en realidad le están diciendo que sí a Seattle, y la negación inaugural afirma lo que se propone negar: que todo sonido grunge y alternativo del período 1986-1997 debía acomodarse, o quedó acomodado, bajo la sombra de Seattle, de Nirvana y del grunge.

Eso ocurrió con Revolution Girl Style Now!. Más o menos. Bikini Kill no necesitó pelear por un lugar en esa cartografía musical. Una cinta como Revolution Girl Style Now! (un tiro de práctica antes del primer trabajo más o menos profesional, Bikini Kill, un EP de seis canciones publicado en 1992 con la producción de Ian MacKaye, cantante y guitarrista de Fugazi, a través del sello Kill Rock Stars) no tenía ninguna chance de generar la clase de hits de música grunge que las radios y los canales de televisión no se cansaban de pasar, que las discográficas no paraban de prensar, ni las disquerías de vender, ni los consumidores de exigir. Al menos no de momento. Revolution Girl Style Now! era un bloque macizo de música que avanzaba de manera pesada y atropellada, poco sutil, sin rumbo pero sin titubeos, o quizás al revés, con un rumbo pero demasiados titubeos. Se trababa y volvía a arrancar, se empantanaba, había tantas imperfecciones que pensabas que en cualquier momento alguien propondría detener la grabación y comenzar de nuevo, o echar a la baterista hasta que aprendiera a seguir el ritmo, o comprarle mejores pedales al guitarrista, además de un afinador, pero entonces las imperfecciones empezaban a parecerte fantásticas, las esperabas, porque querías saborearlas, o resolverlas, que es lo que se hace con la música que no se entiende del todo, hasta que se la resuelve, y así, en algún punto de todo ese proceso de resolución, aprendiste algo nuevo, ampliaste tus marcos perceptivos, tu horizonte de posibilidades, y ahora tu mundo es más grande y tiene montones de matices que no imaginabas.

Revolution Girl Style Now! te arrastraba como en una montaña rusa: todo estaba bajo control, sólo era un juego en el parque de diversiones de la industria musical, entretenimiento, pero lo que experimentabas cuando el trencito subía y bajaba, o cuando te dejaba colgado cabeza abajo, se sentía real. Esa música hacía de la distorsión y de la amplificación no un páramo de cultura juvenil en el cual reconocer a tus pares, sino un desarreglo de sonidos que te obligaba a mirar con incomodidad a quienes te rodeaban y a preguntarte quiénes eran esas personas, qué hacías con ellos, de qué estaban hablando, y por qué algo de lo que decían debería importarte, o tener algún sentido. La música era tosca y desaforada, difícil de seguir, en algún sentido precipitada, como si tuviera mucha prisa, y en otro sentido lánguida, como si tuviera todo el tiempo del mundo, tan poco iluminada que hacía que álbumes punk de los años 70 como Germfree Adolescents de X-Ray Spex y Cut de The Slits sonaran como esas obras de alta cultura que enviaban en cohetes al espacio sideral. Pero al plasmar de manera tan patente el momento en el que alguien descubre que tiene una voz y que puede usarla, que hay otros interesados en escucharla y en devolver las palabras, en encontrarse y hablar, en generar una conversación, Revolution Girl Style Now! produjo un sonido cargado de novedad, culpa, enojo, astucia, miedo, irritación y placer, curiosamente atrayente. Como rascarte la cascarita de una lastimadura: está mal, pero no tan mal. De hecho, quizás, esté muy bien.

El hilo conductor de toda esa dramaturgia era la elocuente inestabilidad vocal de la cantante, Hanna, la chica de veintidós años de Portland, que pasaba de los gritos a los susurros sin apenas mediación, que chillaba y gemía, que resistía toda idea de entonación para arremeter de pronto con una melodía pop irresistible, interrumpida de nuevo con más alaridos, amenazas, desafíos, bromas y quejas. No había oficio ni técnica en esa música, no había talento de ninguna clase, pero le sobraba ingenio y riesgo, lo cual, para algunas cosas (componer canciones, no construir edificios o pilotear aviones), es tan valioso como el oficio y la técnica. Acaso, ésa pueda ser una definición pasable del talento.

“Lo que se espera de las mujeres es que sustenten al mundo, no que lo aniquilen”, escribió Kim Gordon en La chica del grupo. “Por eso Kathleen Hanna de Bikini Hill es tan grande”. Escuchabas eso: que aniquilaban el mundo. Después parabas el casete y el mundo seguía ahí mismo, en el mismo punto exacto del mapa, donde siempre había estado, pero acaso algo mejor, sustentado con otra novedad.

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La música punk tiene una relación curiosa con su propio pasado. Muchas veces la sensación de estar descubriendo o inventando algo, más que de estar siguiendo una tradición, o las reglas de un género, acomodándolas a las propias obsesiones del artista, exige la creación de nuevas palabras, nuevos conceptos y nuevos principios de cohesión para la música y para las respuestas que genera. Bikini Kill construyó una retórica de feminismo radical que, en diálogo con intervenciones políticas articuladas durante una centuria, apenas calificaba como rabieta de patio de escuela. Sin embargo, en el modesto contexto de esas actuaciones subterráneas del codo de los años 80 y 90 del siglo veinte, provocó un pequeño revuelo que se amplificó hasta que todo lo que quedó, años después, fueron los ecos de esas afirmaciones: las rabietas, más que la música. Las posibilidades que produjo la imagen de un feminismo radical en el supermercado temático del punk bastó para que Revolution Girl Style Now! se desprendiera de la corta vida que el mercado y la memoria les tenían reservados. Aunque la música vaya a parar ―aunque ya haya ido a parar― al mismo basurero en el que están sepultados los escombros de No Seattle, las conversaciones sobre esa música crecieron tanto que ya no fue posible oír nada excepto a través de las rabietas.

Con Revolution Girl Style Now! se agregó otra categoría para clasificar la música de tradición popular del siglo veinte, el riot grrrl, o al menos Bikini Kill se puso al frente de una categoría y una clasificación en ciernes, o quizás alguien más hizo el trabajo de categorización y el grupo lo aceptó de buena gana, aunque frunciendo un poco el ceño, pues de eso se trataba: fruncir el ceño, sacarse fotos, salir de gira, hacer entrevistas, o negarse a hacerlas, grabar discos, comprarse zapatos nuevos con las regalías, seguir frunciendo el ceño. Pronto la categoría de mercado se convirtió en movimiento, que es un truco efectivo para afirmar que lo tuyo va en serio, que no es una moda pasajera, ni una artimaña publicitaria para vender remeras y entradas de conciertos. La palabra “movimiento”, en la música de tradición popular, ilumina una posición política respecto a un cambio social: es algo que se persigue, que se resiste, que se pretende impedir o provocar. Un término como “moda”, o incluso otros cargados con mayor legitimidad, como “corriente estética”, no alcanzan para satisfacer las demandas de autoridad que los consumidores obtienen de las mercancías que compran bajo las etiquetas de los movimientos: junto al casete de Revolution Girl Style Now! venía un carnet de membrecía al riot grrrl. Podías usarlo o no, aunque, en el verano boreal de 1991, el mero hecho de saber de su existencia te colocaba del lado de los movimientos y no de las modas ni de las corrientes estéticas.

Bikini Kill grabó dos discos de estudio, Pussy Whipped y Reject All American; publicó compilaciones de sencillos y sobras encontradas bajo la alfombra; manufacturó un pequeño hit grunge junto a Joan Jett, “Rebel Girl”; un eslogan, “Girl Power”, mejor usufructuado por Spice Girls; giró un par de años y se separó en 1997; regresó dos décadas después para algunos conciertos, que no fueron tantos porque pronto se implementaron los confinamientos por la pandemia de Covid-19, y una gira larguísima se reprogramó para 2022. En estas tres décadas, el riot grrrl se volvió objeto de tesis de doctorado, presentaciones académicas, artículos en diarios y revistas domingueras, exhibiciones de museos, archivos universitarios, novelas adolescentes y películas de coming-of-age; hubo retrospectivas, homenajes y toda clase de apropiaciones interesadas; sobre Kathleen Hanna se escribieron libros, se hicieron especiales televisivos y películas documentales; se repitieron anécdotas, como la que cuenta que Hanna propició el título de “Smells Like Teen Spirit” tras una noche de borracheras con su amigo Kurt Cobain; los grupos que orbitaban alrededor de Bikini Kill (Heavens To Betsy, Excuse 17, Sleater Kinney, especialmente Bratmobile, siempre más interesante que muchos otros grupos de su misma generación, género musical y región geográfica) se convirtieron en notas al pie de página que bien podrían compilar su propio álbum cartográfico No-Olympia; y el tipo que tocaba la guitarra en Bikini Kill quedó más y más disuelto. Como si nunca hubiera existido. O como si nunca debiera haberlo hecho.

El riot grrrl, una categoría musical, no dejó demasiadas señales de identidad estrictamente musicales. Luego de “Becoming the Third Wave”, un artículo de Rebecca Walker publicado en 1992 en la revista Ms., el riot grrrl quedó fichado como catalizador de la tercera ola feminista, la de la Generación X (“No soy una feminista posfeminista”, escribió Walker. “Soy la Tercera Ola”), a la que después, por razones que se imparten en cursos de fluidodinámica, se la llevó la cuarta ola, que no vino en fanzines sino en hashtags, y en la que la música es un contenido que se comparte, ya no un medio para resquebrajar los supuestos culturales acerca de cómo funciona la vida ni el papel que cada cual debe interpretar en la misma. Aunque, quizás, todavía sirva para comprarse zapatos.

Escribir ahora sobre Revolution Girl Style Now! significa alejarse del hecho musical y acercarse al hecho sociológico. O algo que podría llamarse “hecho sociológico”, cualquier cosa que eso signifique. Lo cual es una lástima, porque el disco sigue siendo interesante como obra específica, como suma de elecciones estéticas particulares en un contexto musical e histórico determinado, no sólo como componente de un movimiento. Cualquier cosa, de nuevo, que eso signifique.

La música de Revolution Girl Style Now! no pudo ser resuelta del todo. Ni siquiera por sus compositores e intérpretes, a quienes se les dificultó replicar la fuerza y la sorpresa del descubrimiento de la propia voz, o acaso, pasada la sorpresa, orientarla hacia un camino en el cual pudieran crecer artísticamente junto a ella. Lo que todavía es posible oír en Revolution Girl Style Now! es la manera en que los motivos personales, las propias elecciones individuales de compositores e intérpretes, chocan y penetran uno o más géneros musicales (el punk, el grunge, el rock alternativo), y le abren un hoyo, aunque ciertamente no demasiado profundo. Pero el disco es bueno y eso es todo lo que deberías pedirle a un disco. Que te entretenga, no que te enseñe a vivir. Si se quitan el movimiento y todas sus etiquetas de mercado, si sólo se escucha Revolution Girl Style Now! a través de un vaso de vidrio sobre la puerta cerrada de una época pasada, casi silenciosa, se oyen momentos de auténtico desosiego, incomodidad, brío y terror. Y entonces, otra vez, es posible maravillarse por lo buena que es la música de ese casete de tapa fotocopiada con tinta negra sobre cartones de color.


[x] Las fotos pertenecen a archivos diversos. Usadas sin permiso. Perdón y gracias.

Marcelo Pisarro Written by:

Acá escribo sobre antropología, mapas y urbanismo. Y sobre música, un poco, porque sin música no vale la pena.