La noche siempre es fría y seca en la puna jujeña. No importa si a media tarde la temperatura alcanza los treinta grados y el sol obliga a correr de sombra en sombra para que a uno no se le achicharren la cabeza ni las ideas; a la noche puede bajar a quince grados bajo cero y lo que hay que evitar es que la cabeza y las ideas se congelen. “Baja mucho el frío”, le advirtió el jefe de la estación de trenes de Abra Pampa, décadas atrás, a la ensayista Beatriz Sarlo, y ella, a más de 3000 metros de altura, recordó haber pensado: “Era imposible que bajara el frío. No había nada más alto, excepto una montaña a lo lejos. El frío, en cambio, avanzaba, compacto, sin intermitencias, como un frente móvil que se desplaza capturando todo el espacio”.[1] Sarlo hablaba del frío de Abra Pampa y existe una leyenda, o al menos así la contó Dora Blanca Tregini, una escritora del siglo XX profundo del interior argentino profundo, que dice: “Una vez hizo tanto frío y tanto viento que las pobres plantas (esas lindas plantitas que adornan otros lugares), de puro miedo, no más, se fueron a vivir lejos de allí, de manera que Abra Pampa empezó a quedarse casi desierta, llena de arena, donde, por más que lo buscara, no había ni un tallito tierno, ni una hoja verdecita, y mucho menos una sola flor, en todo su contorno”.[2] La noche siempre es fría y seca en la puna jujeña, eso querían decir Sarlo y Tregini y tantos otros.
Yavi está a 16 kilómetros de La Quiaca, en la Puna, en la provincia de Jujuy, norte de Argentina, justo en la línea fronteriza con Bolivia, a más de 3500 metros de altura sobre el nivel del mar. Y que Yavi esté a 16 kilómetros de La Quiaca es una contingencia histórica hilvanada por las arbitrariedades de los trazados geopolíticos de la construcción de los modernos estados nacionales: hubo un tiempo, no demasiado remoto, en el que La Quiaca estaba a 16 kilómetros de Yavi. El punto de referencia era Yavi, no La Quiaca.
Los trazados cartográficos de los Estados nacionales modernos (los límites entre países, el lugar por el pasará una ruta, la ubicación de la ciudad capital de alguna jurisdicción departamental o provincial, y así) impactan en cualquier población. Algunos ganan, otros pierden; a veces, si se tiene suerte, sólo se empata y hay que sentirse aliviado por eso.
La línea punteada que separó a Argentina de Bolivia dejó a Yavi en la zona limítrofe, al final y lejos, ahí donde todo permanece tan distante de los centros hegemónicos de representación material y simbólica que parece olvidado, abandonado a su suerte. A comienzos del siglo XX las vías ferroviarias subieron hasta La Quiaca, no hasta Yavi. El tren y sus promesas de modernidad aumentaron la escasa y dispersa población quiaqueña, los lugares para que las personas vivieran, consumaran sus transacciones comerciales y se divirtieran. El poblado creció y se volvió ciudad (ferroviaria, si se le quita el pintoresquismo de tarjeta postal norteña y se miran sin apasionamientos sus construcciones de principios del siglo XX, o lo que quedan de ellas, el diseño de las calles, la disposición de los edificios públicos, las iconografías casi silenciosas que añoran un tren que ya no llega a la estación). La Quiaca se integró con la cada vez más pujante ciudad boliviana de Villazón, los intercambios de bienes y de signos se volvieron actos cotidianos tan naturales como esenciales para la vida privada y pública. Al final el aparato político y burocrático departamental dejó Yavi y se instaló en La Quiaca.
Por eso, ahora, Yavi está a 16 kilómetros de La Quiaca y no al revés. Por eso en La Quiaca viven unas 14.000 personas y, cuando se suma con Villazón, emerge una conurbanización de 50.000 habitantes unida ―no separada― por un puente tendido sobre un riacho seco. Y por eso, también, ahora Yavi es un pueblo de apenas unos 270 habitantes permanentes a 16 kilómetros de la ciudad de La Quiaca.
Un par de demarcaciones arbitrarias en un mapa, eso es todo lo que hace falta.
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Alguna vez Yavi fue una de los lugares estratégicos del altiplano. Estaba a mitad de camino entre el Río de la Plata y las minas de Potosí. Por esa razón se dispuso que en la localidad se levantara la residencia principal del señor del Marquesado del Valle del Tojo, el único marquesado situado en el actual territorio argentino. El Marquesado se constituyó en el siglo XVI y se disolvió con las medidas de la Asamblea del Año XIII, en 1813, en el contexto de las guerras independentistas. Pero el relato de los Marqueses de Yavi es demasiado rico y extenso para ser abordado en este momento. Alcanza con mencionar que la pequeña iglesia de San Francisco es una de las piezas arquitectónicas más destacadas del altiplano andino y que se trató, originalmente, de la capilla palatina de la casa de los marqueses. Hoy esa casa, otra increíble pieza de arquitectura colonial, es un museo ecléctico que abarca buena parte de la historia y la producción cultural de la región de Yavi. También alberga la biblioteca pública de Yavi, que cobró notoriedad por el hurto, a principios del siglo XXI, de dos volúmenes de Don Quijote de la Mancha que se creían, que todavía se siguen creyendo, más antiguos de lo que en realidad eran. También ésta es otra historia demasiado rica y extensa para ser abordada en este momento.
Los muros de la iglesia de San Francisco son de adobe. Tiene una sola nave y un coro sobre la puerta de entrada; a la derecha hay una capilla separada por un arco de medio punto. El púlpito está tallado en madera y dorado; las diez ventanas superiores conservan las berenguelas de alabastro; el sagrario es de oro y espejos, se cree que se terminó en 1707, aunque para la fundación del templo se barajan otras fechas. Una anotación, ya borrosa, inscripta cerca del presbiterio, dice 1690, lo cual indicaría que en ese año el templo ya estaba terminado. Existen otras dos versiones para fechar la culminación del santuario. Una versión adjudica la construcción al jesuita Gaspar Monroy, catequista de Viltipoco, quien habría fundado la capilla en 1621; la otra versión es un relato local sin demasiadas referencias documentadas pero con fuerte presencia en la comunidad que data su fundación en 1646. Lo único que pasa por cierto es la inscripción borrosa con el año 1690, y también, la declaración de 1941 como Monumento Histórico Nacional.
Y en cualquier caso tales declaraciones no difieren demasiado de expresiones como “una de las piezas arquitectónicas más destacadas del altiplano andino”. Suenan bien, pero no aportan nada acerca de las prácticas cotidianas que esos espacios autorizan y posibilitan. Ni de las transacciones económicas y simbólicas, ni de la producción de actos, intervenciones, rituales, enroques, signos y artefactos específicos. Cantos, por ejemplo.
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Las doctrinas bajan durante todo el Viernes Santo. Algunas llegan cuando la noche ya está cerrada; otras, cuando todavía es de día y se ultiman los preparativos para el viacrucis que serpenteará por las calles oscuras del pueblito de casas de piedras, adobe, madera y tejas. Decir que “bajan” despierta el mismo tipo de confusión perceptiva que mencionaba Sarlo: ¿de dónde podrían “bajar”, qué hay más alto que esto? Sin embargo, más allá de que en algunos casos sea literal, pues algunas comunidades se internan más arriba en la montaña y deben descender hasta Yavi, la idea de “bajar” supone cierta jerarquización del espacio político, histórico, social y religioso de la región de Yavi. Bajar, en los conglomerados andinos, implica arribar a los lugares que concentran mayor significación para la comunidad: las Plazas de Armas y las Casas de Gobierno, por ejemplo, a cuyo alrededor y en general hacia arriba, hacia las montañas, se estructura y aglomera la población. Y así las doctrinas bajan a Yavi y están ahí para ser vistas y escuchadas. Y quienes están ahí ven y escuchan.
Yavi, por un día, vuelve a ocupar un espacio central de significación.
Las doctrinas son grupos de personas que vienen desde las comunidades agrícolas y pastoriles cercanas a Yavi, entonando cantos que remedan lamentos, para la celebración de la misa por el Viernes Santo, en la iglesia de San Francisco, y del posterior viacrucis por el pueblo, que se extiende durante toda la noche y concluye al amanecer.[3] Hay horarios pautados para el inicio de la misa, ya caída la noche, pero no es extraño que se dilate por varias horas, acaso a la espera de las doctrinas rezagadas, acaso porque sí, y que, cuando finalmente comienza el viacrucis, la madrugada ya esté bien entrada en la Puna. Es una festividad nocturna, al menos en sus elementos iconográficos más divulgados. De ahí, quizás, el énfasis que suele ponerse en las lloronas: las mujeres cubiertas por un velo blanco que lloran por la muerte de Jesús. En ese lugar, en ese momento, en ese contexto, adquieren una apariencia casi fantasmal.
En La Quiaca suelen hablar casi siempre de las lloronas. “¡No se me vaya a asustar de las lloronas!”, les dicen a los visitantes que se interesan en el viacrucis de Yavi. Hay un juego de jerarquías en la advertencia (el habitante de la ciudad ferroviaria que reseña de modo burlón una práctica del pueblo chico cercano), pero también es una manera de destacar un detalle vistoso y ahorrarse la tarea de explicar qué son las doctrinas y, más difícil aún, describir sus cantos.
La palabra “doctrina” se vincula con un modo de organización del espacio colonial. La “reducción” refería a la organización política; el “corregimiento”, a la organización tributaria; y la “doctrina”, a la organización religiosa. Un actor social persiste desde finales del siglo XVI, aunque sus roles y funciones hayan cambiado: el maestro de doctrina. No todos los caseríos tenían sacerdotes que se encargaran de evangelizar a los nativos. Para eso se creó la figura del “maestro de doctrina”, una persona influyente de la comunidad que continuaba la tarea evangelizadora. Para tal fin se usó música. Pocos métodos fueron tan prácticos para enseñar la doctrina católica como la música, cuya eficacia el jesuita suizo Martin Schmid demostró con creces en la misiones de la Chiquitania boliviana. Parte de ese aprendizaje es lo que se oye cada Viernes Santo, pero también, si se tiene suerte y se presta atención en las semanas previas, en los ensayos, en los preparativos, en las puestas a punto. Es un ritual y una actuación, una jornada de devoción religiosa y una forma de ganar o mantener prestigio social, una representación de identidad colectiva, un show para turistas, una convicción, una rutina cíclica para generar intercambios económicos en la feria que se monta al día siguiente, para saludar a viejos conocidos y hablar del clima, de fútbol, de quién se murió y quién se mudó para La Quiaca o para Jujuy ciudad. Es un hecho social total, como decían los antropólogos funcionalistas de antaño.
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Hay una parte de la experiencia que el observador ―sea devoto, no creyente, turista, cronista de periódico, curioso, tiktoker, investigador, alguien que sólo pasó de casualidad por un pueblito de frontera situado a 3500 metros de altura y se detuvo para preguntar a qué se debía tanto alboroto― puede describir de forma convincente, pues de alguna manera todo está a la vista y situado al nivel de las más claras apariencias. Durante el día la iglesia se vacía de todo objeto superfluo para hacer sitio al aluvión de personas que ingresará por la noche (aunque una buena parte se quedará afuera por falta de espacio o por falta de interés en la misa); las casas y las estaciones del viacrucis se adornan con flores amarillas; algunos tenderos preparan meriendas para ganarse unos pesos (empanaditas de dulce de cayote, alfajores de maicena, etcétera); no falta quien instala un puestito de salchichas aunque la tradición sugiera restricciones al consumo de carnes rojas (en el caso de que la salchicha se considere carne roja, o carne siquiera). Las doctrinas arriban al pueblo, en dirección a la iglesia, bajo el sol, a pie, levantando polvo. Y cantan sus lamentos. Algunos grupos tienen quince o veinte personas. Otros grupos no más de seis o siete. Quienes están por ahí se detienen a mirarlos y escucharlos. Muchos van a Yavi exclusivamente por esa razón: para ver y escuchar. No es un secreto que desde hace unas décadas se cuentan más turistas que doctrineros; ni que, en ocasiones, algunas doctrinas apuran o desaceleran el paso a pedido del camarógrafo de algún canal televisivo jujeño.
Baja la noche, baja el frío. Termina la misa, comienza el viacrucis y las paradas en cada una de las catorce estaciones. El alumbrado público del pueblo es escueto, en ciertos tramos predomina una oscuridad sombría, y eso le da un efecto hipnótico, misterioso e irresistible a la pequeña muchedumbre que avanza iluminada (iluminando, tal vez, o quizá iluminándose) con velas envueltas de papel barrilete de colores. Los cantos de las diferentes doctrinas se superponen y componen un lamento que parece haber tenido sentido muchos siglos atrás pero cuyo significado ya es incomprensible. Por eso resultan tan tentadoras expresiones falaces como “prácticas milenarias”, “tradiciones ancestrales”, “costumbres inmemoriales” y muchas otras que se les parecen: porque niegan la experiencia y los significados de las prácticas del presente y, al hacerlo, niegan los recorridos históricos que condujeron a la creación (a la invención, a la permanente reinvención) de estos paquetes de sentido social. Musicales, religiosos, institucionales o de cualquier otro tipo.
No existe nada “detenido en el tiempo”, como suele repetirse cada vez que algún cronista se ve obligado a describir la Puna. Mucho menos, en un pueblo como Yavi. Los cambios son abruptos y profundos, aunque parte de estas transformaciones abismales tengan por objetivo ofrecer una imagen de permanencia y continuidad. Cambiar para no hacer evidentes los cambios. Cambiar para que todo parezca igual.
Hasta la década de 1960 se celebraban festividades similares en otros pueblos del altiplano (Iruya, Susques, Cochinoca, Santa Victoria), pero los viejos murieron y los jóvenes perdieron el interés, los cantos se olvidaron y nadie escribió otros nuevos, los pobladores pasaron la página, se desentendieron de un arte que demanda mucho esfuerzo y tiempo, mucho ensayo y mucha técnica vocal. Hace apenas medio siglo que las doctrinas se asocian exclusivamente con Yavi y hace muchos menos años que la burocracia gubernamental comenzó a incentivar la celebración porque se trataba, aún se trata, de un método para figurar en el trazado cartográfico de la cultura regional y nacional. Nótese, por caso, que el anuncio de la celebración nunca falta en las listas de opciones turísticas de Semana Santa que publican los diarios. La Secretaria de Cultura Municipal pega carteles en paredes, comercios y postes de luz (“Semana Santa en Yavi: Fe, Tradición e Historia”). La fachada de la iglesia obtiene una iluminación extra en la noche del Viernes Santo; se monta un sistema de sonido para que quienes se quedan afuera del templo puedan seguir el sermón. Incluso se dispone de transporte (camiones, en general) para que las doctrinas lleguen al pueblo y no tengan que atravesar diez, veinte, treinta kilómetros a pie. En la Puna se camina, pero no siempre porque se tenga ganas; se camina porque no queda otra opción.
“Caminar en la Quebrada y en la Puna no es un deporte, sino una necesidad imperiosa si se quiere sobrevivir ―escribió el misionero claretiano Jesús Olmedo Rivero, sacerdote sevillano nacido en 1943 e instalado desde 1971 entre Humahuaca y La Quiaca―. Para salir del aislamiento y la soledad, el indio colla camina y viaja. Es el eterno caminante, pues siempre existe un motivo para iniciar una nueva marcha o un nuevo éxodo. El camino del Inca es ya sólo un recuerdo. Ahora son otros caminos y otros viajes. Toda la familia es caminante y viajera. Vivir en la Puna es un caminar incesante”.[4]
Lo es, pero la presencia del camión municipal para trasladar a los doctrinarios (y las viandas para la merienda, la cena y el desayuno) indica no sólo la inserción de las doctrinas en los canales oficiales de distribución y valorización de la cultura legítima, estatal y aprobada de la provincia y de la región, sino además la voluntad de mantenerla vigente a través de la gestión de recursos para facilitar la salida del aislamiento y la soledad. Cambiar, para que los cronistas poco avezados puedan señalar la falta de cambios.
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El componente más importante, y acaso el menos abordado por la crónica diaria del acontecimiento, es el canto mismo de las doctrinas. En su aspecto formal puede pensarse en una música que por tempos, portamentos y prosodia recoge tanto la tradición andina de las estructuras tonales marcadas por las escalas pentatónicas como la tradición europea del canto coral gregoriano. Nada que no se haya oído en otras regiones del altiplano. Lo que tiene de particular la técnica vocal de las doctrinas de Yavi es que se emplea para enfatizar el lamento y el sollozo, y que la música, al final, no hace más que arrastrar al oyente hacia la misma música. Si la imagen de las lloronas, con sus tules blancos en medio de la noche fría de la Puna, tiene tanto impacto y tanto cotorreo a su alrededor, si las lloronas funcionan tan bien en el contexto de la dramaturgia del rito religioso y social es porque forman parte de una representación dramática cuya narrativa está organizada en buena medida por las técnicas de los cantos.
Sin esos cantos, uno sólo vería a unas jóvenes mujeres cubiertas con unos tules blancos bastante ridículos. Los cantos las convierten en lloronas, en un componente de la representación dramática, y su presencia es por completo verosímil. Pero esto, y todo lo demás, existe a través de la música.
Los maestros de doctrina, hombres o mujeres, encabezan la marcha de cada grupo. Cada doctrina tiene su propio tono de canto y es el tono el que establece la identidad del grupo. Las voces que se destacan son las femeninas; son muy agudas, los permanentes falsetes les cambian el color y el timbre. Las transiciones vocales del portamento le dan su impronta a un canto que parece el quejido de unas niñas. Pero no son niñas quienes cantan, al menos no sólo niñas, sino mujeres, algunas ya ancianas, y toda su técnica apunta a crear ese efecto de sentido.
Los cantos de cada doctrina son en general homofónicos, las voces se mueven simultáneamente desde un punto de vista armónico y siguen un mismo ritmo o, al menos, ritmos muy parecidos. Si uno escucha el canto de una doctrina, oirá un artefacto homorrítmico, un artefacto sonoro compacto y coherente por sí mismo. Pero a medida que avanza el día, cuando van llegando más doctrinas a San Francisco, lo que se escucha es decididamente un canto heterofónico: los sonidos de las diferentes doctrinas se superponen, la textura musical no sigue una sola línea melódica. Luego, en la madrugada, cuando comienza el viacrucis y todas las doctrinas caminan a la par y entonan a la par cada cual sus propios cantos, lo que se oye es una variación polifónica enloquecida en la que muchas voces hablan unas sobre otras, a veces superponiéndose, a veces cediendo la voz unas a otras, a veces negándose a hacerlo. Ese lamento agudo, ahora, impele a quien lo escuche hacia su propio sentido de realidad. Son demasiados estímulos, uno se rinde ante el espectáculo.
Destacar la envergadura del canto puede resultar superfluo, pero no está de más hacerlo. Ningún doctrinero, por caso, lleva un “traje típico de doctrinero”. Nadie viste como en una tarjeta postal de Purmamarca ni como un extra de la portada de algún disco de Edmundo Zaldívar y su conjunto de arte folklórico y nativo. Calzan zapatillas y camperas; visten jeans y camisetas de Gimnasia y Esgrima de Jujuy; llevan mochilas y gorritas con viseras. Predominan las velas con sus filtros de colores (los papeles barriletes, algún farolito), pero no faltan las linternas ni la luz de los teléfonos celulares. Sirven para leer los versos hexasílabos u octosílabos, que no están escritos en pergaminos ancestrales e inmemoriales sacados de una catacumba sino en los mismos cuadernos espiralados en los que toma apuntes cualquier estudiante universitario. Si hay un disfraz, en las doctrinas de Yavi, está en la misma música; y la música es justamente la que expresa con mayor honestidad y transparencia los secretos de los actos públicos y privados de la vida social de Yavi.
Hay un momento en el cual uno, como espectador, puede dar un paso al costado. Como movimiento en el espacio, significa moverse un par de metros hacia un lado; pero como movimiento epistemológico revela la fragilidad de esos cantos y, en definitiva, la soledad en la que asienta el pueblo de Yavi. Mientras uno camina en medio del viacrucis, rodeado de personas y abrumado por la heterofonia de los cantos y el destello de los colores de las velas, cualquier otro principio de realidad desaparece; las lloronas se mueven como espíritus en pena; los símbolos religiosos se convierten en símbolos de cohesión social; las personas que lo rodean se transforman en el único mundo posible. Todo eso es real, porque la música lo vuelve real, y nada más puede penetrar en ese universo. Pero cualquiera de las paradas permite dar el paso al costado. Entonces salta a la vista que esa multitud se compone de apenas un centenar de personas, quizás un poco más al empezar la peregrinación, sin dudas muchas menos cuando empieza a perfilarse el alba. Todas esas luces y esos sonidos, todos esos gestos, vistos a pocos metros de distancia, parecen quebradizos. Unas pocas personas en las callecitas oscuras de un pequeño pueblo de frontera. Algunos cantos, algunas expresiones de cohesión social, algunos subterfugios para reunirse, para contarse las mismas viejas historias, a la vez nuevas, invención del presente, ahí donde la noche siempre es fría y seca.
[1] Beatriz Sarlo, Viajes. De la Amazonia a las Malvinas, Buenos Aires, Seix Barral, 2014, p. 76.
[2] Dora Blanca Tregini, Leyendas de Jujuy y otros cuentos, Jujuy, 2006, p. 7.
[3] Véanse: Ercilia Moreno Cha, “Semana Santa en Yavi”, en: Cuadernos del Instituto Nacional de Antropología, 7, Buenos Aires, 1968/1971, pp. 145-206; Graciela Restelli, “El ritual del Viernes Yaveño: estado actual de los cantos de doctrinas”, en: Revista del Instituto Nacional de Musicología, año V Nº 9, Buenos Aires, 2001, pp. 81-107; Florencia López, Doctrinas de Yavi, monografía, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, s/f (circa 2002).
[4] Jesús Olmedo Rivero, Puna, zafra y socavón, Madrid, Editorial Popular, 1990, p. 71.
(x) Fotos de Marcelo Pisarro.