No es obligatorio que lo veas a la primera. Ni a la segunda. De hecho es posible que no lo veas. O que lo pases por alto. Después de todo es transparente. Por definición tanto como por sustancia. Al menos la parte vidriada. Las rejas y las vallas no son transparentes. Pero lo que te trajo hasta acá en primera instancia está en la dirección opuesta. En sus márgenes. O alrededor. Deberías torcer el cuello para ver esto otro. Y mantenerlo torcido. Excepto que ya sepas qué mirar. Porque no se trata de una historia clandestina. Ningún secreto para enterados. Incluso podría ser un atractivo. Algo que fotografiar. O donde fotografiarte. Como una atracción turística. Y en cualquier caso la especificidad de la función arquitectónica se perderá entre otros signos de consumo. O formará parte de la experiencia de mercado. Un hecho social total. En el sentido maussiano. Lo cual es fascinante. O podría serlo. Lástima que haya tantos muertos.
Costanera Center es un enorme centro comercial —un mall, o shopping, o paseo de compras, o como se lo llame en tu pueblo— parecido a cualquier otro enorme centro comercial. Misma iluminación, mismas marcas, mismos materiales, mismas señales, mismo trayectos previstos, mismos desvíos previstos. Pero hay algo diferente. Un elemento que no encaja. Que parece discordante. Hasta que deja de serlo y se vuelve transparente. Parte de la arquitectura cotidiana.
El centro comercial tiene siete plantas y en las barandas que deberían oficiar como balcones para recargar los codos o apoyar las manos y contemplar el espectáculo del consumo, en las escaleras mecánicas, en cualquier espacio que te permita asomarte hacia el interior, hay barreras antisuicidio, estructuras altas cuya función es evitar que las personas se maten saltando hacia el piso central del mall. Existe una razón para eso: decenas de personas se suicidaron arrojándose al vacío en Costanera Center, otras tantas decenas lo intentaron y, según la historia que cuentan las barreras altas y el excesivo personal de seguridad asignado a la tarea de taclear saltadores, otras tantas decenas esperan la oportunidad de intentarlo. Si la idea es suicidarte en Santiago, la capital de Chile, el Costanera Center no solo es un buen destino, sino que es un destino mejor que la mayoría.
El centro comercial se inauguró en 2012. Es el tercer shopping más grande de América Latina y forma parte del complejo donde se emplaza la Gran Torre Costanera, un rascacielos de trescientos metros, el más alto del sur del continente, situado en una región de alto riesgo sísmico donde las conversaciones de ascensor con extraños no se basan en “¿Piensa que lloverá?” sino en “¿Sintió el temblor de la mañana?”. El complejo está en Providencia, una zona acomodada de la zona oriental de Santiago, y pertenece al consorcio empresarial Cencosud. Según informes de 2023, los últimos más o menos corroborados, desde la inauguración en 2012 se registraron 73 intentos de suicidio: 49 fallidos y 24 concretados. “Intento” refiere, según estos informes, a personas que se lanzaron al vacío y murieron, o no murieron, pero sí se arrojaron. La cifra no contabiliza a quienes no alcanzaron a tirarse. Porque se arrepintieron o porque las barreras funcionaron o porque los detuvieron antes. O dicho de otro modo, 73 es un número corto para cuantificar al total real de suicidas fallidos y concretados del shopping.
El sostén teórico detrás de las barreras antisuicidio también es transparente. Es transparente ya no en un sentido utilitarista sino en uno que bordea el puro cinismo. Acaso por eso llama la atención cuando se aplica a un centro comercial, pues se suma a la curiosa percepción de que suicidarse en un shopping es una excentricidad mientras que arrojarse desde un puente o un rascacielos o un andén de metro es perfectamente aceptable. Según este sostén teórico, las barreras son un mecanismo efectivo porque quienes intentan suicidarse saltando desde una estructura elevada, y no consiguen traspasar la barricada, en general no vuelven a intentarlo, ni a través de un salto ni por ningún otro medio. Pero las barreras —dicen los libros de texto de urbanismo y arquitectura tanto como los catálogos de venta de las empresas constructoras— mantienen el sistema funcionando. Evitan las interrupciones de la red de transporte, evitan que una zona de la ciudad que atrae suicidas pierda su valor inmobiliario, evitan que te caiga un suicida encima mientras estás paseando al perro y no puedas cumplir con tus roles sociales, como atender un parto, negociar acciones en la bolsa o escribir libros de antropología. Las barreras hacen que las actividades cotidianas —el tren en horario, una calle bonita donde vivir, los libros de antropología, el paseo del perro— no se interrumpan por la molesta intervención de alguien que saca su suicidio de la decorosa esfera privada y lo convierte en un acontecimiento público. Estas estructuras salvan vidas, pero también resguardan los mecanismos de producción económica de la sociedad.
En Costanera Center ese utilitarismo rayano al cinismo encuentra un contexto que lo deja picando junto al arco de la literatura de la indignación contemporánea. Es demasiado obvio. Escrito con marcador grueso. Nada sutil. Como en una película de George Romero. Y de nuevo, fascinante. Cuando alguien consigue el objetivo de esquivar la seguridad, trepar las barreras, saltar al vacío y efectivamente morirse, el protocolo del centro comercial no incluye cerrar las puertas. No suena una alarma ni evacuan el edificio. No declaran dos días de duelo. Nadie propone un minuto de silencio. Nadie finge sorpresa. Mucho menos pesar. No apagan la musiquita de centro comercial. Ni siquiera clausuran el nivel donde la persona cayó. Hay una carpa preparada para colocar sobre el cadáver mientras la actividad comercial no se detiene: es un barrio bonito, el tren llega a horario, en las librerías se consiguen libros de antropología, los perros necesitan paseos, hay que seguir comprando. Una queja habitual del personal del centro comercial es que tardan demasiado en armar la carpa sobre el cadáver del suicida. Hasta entonces, está ahí tirado, junto al puesto de dulces, frente a la tienda de zapatillas, ante los paseantes que chupetean un conito de McDonald’s e incorporan el suceso específico del suicidio en el hecho social total del consumo. Es un monumento, escribió Beatriz Sarlo hace tres décadas, a un nuevo civismo: “El shopping es todo futuro, construye nuevos hábitos, se convierte en punto de referencia, acomoda la ciudad a su presencia, acostumbra a la gente a funcionar en el shopping”.
Ahora es época navideña. Hay adornos, renos dorados, arbolitos, la musiquita empalagosa, gente acostumbrada a funcionar en el shopping, una ciudad que lo toma como punto de referencia y mayores controles de suicidas. Nadie quiere armar la carpa en el piso recién lustrado. Mucho menos escuchando a Mariah Carey. Un tipo de seguridad de una planta intermedia cuenta anécdotas sobre los suicidios que afirma haber presenciado en el centro comercial. Se las tiene bien aprendidas. Algunas pueden ser ciertas, otras ya son folklore urbano. Dice que todo el mundo esquiva el turno nocturno. Porque se escuchan cosas, se ven cosas, se sienten cosas. Lo cual tiene sentido. Costanera Center es un centro comercial gigante, bajo el edificio más alto del sur de las Américas, en una zona de temblores, una fábrica de nuevos hábitos que en una década se volvió una de las locaciones suicidas más atrayentes del planeta. No podía faltarle su historia de fantasmas. Porque es un hecho social total. Nada se siente fuera de lugar. Es transparente, y por serlo, no hay nada más opaco.
(x) Fotos: Marcelo Pisarro